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Opinión 25 de febrero de 2018

En consonancia con lo que señalaba al finalizar mi columna de la semana pasada en esta ocasión me referiré, una última vez,  sobre la “pena de muerte”: asunto que entraña graves problemas jurídicos y morales y sobre el cual  parece habrá siempre debate.

Los delitos que se cometen contra personas indefensas siempre causan indignación. Esta se incrementa cuando las víctimas son menores de edad y cuando los crímenes involucran una grave afectación a la vida, la integridad física y la libertad sexual. Sin embargo, la rabia natural que se desprende al conocer estos hechos y sus detalles  es mala consejera en el momento de plantear soluciones para enfrentarlos.

Resulta natural que, al calor del momento, las personas más cercanas a quienes han padecido hechos execrables quieran hacer justicia con su propia mano. Sin embargo, las sociedades contemporáneas han reconocido, como regla general, que la activación de venganzas privadas implica la vulneración de principios básicos de moralidad y  convivencia.

A título personal,  me opongo a la pena de muerte por cuestiones de principio. Considero que ningún ser humano tiene la potestad de decidir sobre la vida o muerte de sus semejantes. Ello más allá de la conducta reprochable que siempre ha de ser combatida.  Por ello tampoco creo que la sociedad pueda disponer de la vida de una persona, colocándose en el  nivel de agresor al que pretende sancionar.  La vida es un valor superior que debe defenderse siempre y el No Matarás constituye un mandato fundamental.  

Además de estas convicciones éticas, existen  razones prácticas que desaconsejan esta sanción. La pena capital casi no tiene efecto disuasorio.  Fijémonos en Estados Unidos, país que aún mantiene esta pena, para darnos cuenta de ello. Se suma a esto la imposibilidad de rectificar errores judiciales de los cuales no estamos exonerados.

Para los peruanos, además, la imposición de la pena de muerte supondría un costo aún más alto, dado que llevaría nuestra salida del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Durante más de tres décadas, tanto la Comisión como la Corte Interamericana han sido aliados de cientos de compatriotas para detener atropellos, reparar violaciones flagrantes a la dignidad humana o restar espacios de impunidad a quienes han aprovechado cualquier tipo de poder para generar un daño mayúsculo. Las consecuencias de dejar el sistema como ocurre actualmente en Venezuela en donde nuestros hermanos venezolanos, viven cada vez más atribulados por un régimen cuya faz autoritaria es notoria.

Finalmente, otro argumento clave es que la pena de muerte no resuelve el problema de fondo que tenemos frente a la violencia sexual. No hace frente al machismo imperante en nuestra sociedad, no se encarga de la necesaria educación sexual que deben recibir niños y adolescentes para hacer frente a cualquier acto de violencia, no conlleva políticas de salud mental que deben ser aplicadas por el Estado, no ayuda a reclamar a nuestras autoridades policiales y judiciales por no hacer adecuadamente su trabajo.

En suma, resulta ser una salida aparentemente fácil, pero que no aborda los aspectos institucionales en los que estamos fallando clamorosamente como sociedad. Precisamente aquellos que nuestros políticos que hoy asumen la bandera de la muerte como emblema no han querido resolver.  Reflexionemos sobre estas razones: la conclusión será inevitable.