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Opinión 22 de enero de 2018

“La defensa de la tierra no tiene otra finalidad que la defensa de la vida”, dijo el Papa Francisco en su discurso en Puerto Maldonado. También denunció el ‘neo-extractivismo’, la minería ilegal, la trata de personas, la depredación de los ecosistemas. Todo aquello que, en rigor, el Estado peruano no enfrenta con ambiental cabalidad.

Es importante que estas cosas las diga una figura tan influyente como Jorge Mario Bergoglio. Pero igual de importante es dónde lo dijo. No fue en una oficina lustrosa, ni entre papeles y el aire acondicionado del Vaticano, como cantaría Rubén Blades. Fue en la cancha. En esa capital olvidada y rodeado de indígenas de diferentes etnias.

Se ‘entropó’ con la gente como diría una vez el padre Gustavo Gutiérrez, al hablar sobre los pobres y cómo evangelizarlos. Habló desde el llano, al lado los excluidos, y con una contundencia que ha tenido la virtud de poner nuevamente en debate el presente y el futuro de la Amazonía. Al momento de cerrar estas líneas, el tema sigue ahí, ardiendo.

Era justo y necesario. La selva amazónica es, por lo general, ninguneada por el Estado y la sociedad. Pero, como ha recordado el sacerdote Pedro Hughes en el último número de la revista ‘Páginas’, está habitada por 385 grupos étnicos, que hablan 240 idiomas agrupados en 49 familias lingüísticas. En el Perú, esas familias son al menos 14.

Algunos de ellos estuvieron en la reunión con el Pontífice en Madre de Dios, y claramente hablaron de crueldades, de injusticias, de amenazas. Clamaron por que se les acompañe, para que se les defienda, nada menos que ante uno de los hombres más poderosos del planeta. Y este Obispo de Roma, de pronto, fue un Obispo de la Selva.

Les dijo a los nativos que, si hay alguien que los considera un “estorbo”, él piensa que “sus vidas son un grito a la conciencia de un estilo de vida que no logra dimensionar los costes del mismo”. En clave católica, de opción por los pobres, esto quiere decir algo así como “ustedes son los primeros”, los que deben sacudir la mentalidad de los otros.

No es casual que Bergoglio se pronuncie de ese modo. Su Encíclica ‘Laudato Si’ (‘Alabado Seas’) es un interesante documento que llama a la “conversión ecológica”, que entra incluso en un nivel de detalle sobre el tema, algo que quizás muchos de los detractores militantes del Papa no saben. No es un texto melifluo, sino concreto.

Explora las dimensiones de la contaminación, mira con interés la reconversión energética y la conservación de los bosques. Sostiene que el crecimiento económico “tiende a producir automatismos y a homogenizar, en orden a simplificar procedimientos y a reducir costos”. No escatima críticas al sistema, en suma.

Bergoglio puede tener muchos defectos, como buen humano que es, aunque sea Papa. Sus medidas palabras, o su silencio, sobre los abusos cometidos por sacerdotes no es lo mejor de su repertorio. Pero su vena ecológica sí es clara, comprometida, y lanza una pequeña esperanza para los indígenas, para los más pobres entre los pobres.