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Opinión 30 de marzo de 2018

Algunos hombres cifran las virtudes que un tiempo y un lugar demandan. Están iluminados por una insólita sapiencia que les permite discernir las cuestiones del presente y con ella guían a los demás en la ardua, incierta misión de edificar el futuro. Los llamamos profetas o visionarios. Son personajes que transitan con vigor y hondura en su tiempo y establecen los caminos aún por venir.

El padre Jorge Dintilhac fue uno de ellos. Vino a nuestro país para cumplir una misión inédita. Eran tiempos de cambios; eran tiempos difíciles. Una gran guerra estremecía Europa. Él imaginó una universidad distinta, en la que la humanidad y el humanismo cristiano estuviesen nuevamente en el centro de nuestra mirada. Para no pocos, esa visión era ilusa.

La idea de una universidad católica en el Perú se juzgaba ingenua, especialmente porque los vientos de la época soplaban en el sentido contrario. La primera universidad privada de nuestro país, fue así figurada en su emblema: como un barco que navega a contra corriente, guiada por una luz que brilla en las tinieblas. Ha sido así por  más de un siglo, porque la PUCP se halló desde 1917 siguiendo un derrotero tenaz, opuesto a las corrientes que han procurado deshumanizar el conocimiento y la búsqueda de la verdad.

Su fundador fue un hombre de corazón limpio, firme y generoso. Raúl Porras Barrenechea señalaba que poseía una “una disciplina espontánea que no necesitaba ni de rigores ni de sanciones, porque estaba hecha de compasión y de simpatía”. Y Víctor Andrés Belaunde, a su turno lo calificaba de  “maestro insuperado de sinceridad, de optimismo, de tenacidad heroica, enseñanza que no se plasma en conceptos y que no puede darse con palabras”.

Su humildad que hizo fuerte el cumplimiento de su sueño y de su docencia, dejó así una lección para el presente: cómo las obras más grandes, las más trascendentes, pueden tener en sus fundamentos los ánimos más sencillos.

Su carisma era estar siempre dispuesto a servir. Entendió que su principal misión como autoridad era ser el primer servidor y con ese ánimo edificó una universidad desde sus cimientos, que eran sólidos y buenos.

Solo grandes maestros con almas generosas son capaces de lograr que sus enseñanzas trasciendan las generaciones. Más de cien años después del comienzo de su inmensa aventura el Perú sigue recogiendo los frutos de los esfuerzos del Padre Jorge: frutos provechosos, provenientes de un árbol bendecido por el amor empeñoso de quienes lo sembraron y  han trabajado y trabajan en él.  Este  sacerdote de los Sagrados Corazones, nacido en Francia que afincó su fe y su esperanza en el Perú, sigue animando a la PUCP.

Los nuestros también son tiempos de cambios y de desafíos en nuestra nación y en el mundo. Se requiere la fuerza y la esperanza que inspiró el camino del fundador de la que hoy es la primera Universidad del Perú. Sobre todo, es menester tener presente la vocación cristiana y humana que es el sello de identidad con el que nuestra universidad fue puesta en marcha.

Ella fue y seguirá siendo una gran institución en nuestro país gracias a la inspiración de su primer rector. La comunidad de la PUCP es ahora el cumplimiento de su sueño.