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Opinión 1 de octubre de 2018

Las respuestas a esas preguntas pueden ser divididas en dos grandes grupos. Unas colocan la responsabilidad en el electorado. La ciudadanía carece de la cultura política necesaria para tomar decisiones adecuadas: no se informa, se deja persuadir por la demagogia, premia la desfachatez, desconfía de la seriedad.

Otras respuestas hacen notar que, en realidad, nuestra capacidad de elección está limitada y sesgada. El sistema político, caracterizado por la inexistencia de partidos, nos frece candidatos deleznables, con historias –y a menudo prontuarios—que los deberían hacer inelegibles para cualquier responsabilidad pública.

Se podría decir que, en cierto modo, el actual proceso electoral ilustra la validez concurrente de ambas interpretaciones. Y eso es especialmente visible en el caso de Lima. Una consideración somera de los resultados más probables –de acuerdo con lo que indican los diversos sondeos de intención de voto—muestra, en efecto, la preferencia del electorado por los candidatos menos idóneos desde muchos puntos de vista, desde el estrictamente técnico hasta el ampliamente moral. En cambio, los dos o tres candidatos que podrían ofrecer algo a la ciudad, considerando su historia de servicio público y su experiencia y conocimientos, no tienen, pareciera, ninguna posibilidad de gobernar la ciudad.

¿Qué determina que sean precisamente los peores los únicos con posibilidades de gobernarnos? En este caso, en realidad el electorado sí tendría posibilidades de elegir algo mejor. Y, sin embargo, opta por aquellos que no solo tienen pasados cuestionables, sino que además carecen de toda propuesta seria para la ciudad. Ello se debe, en cierta medida, a que nos hemos acostumbrado a preferir la demagogia y la ilusión de la solución inmediata, casi mágica, a los planteamientos más complejos y serios. Y ello es hasta cierto punto responsabilidad de cada elector individual, pero también es efecto de tendencias culturales generadas y diseminadas potentemente por políticos y medios de comunicación.

Piénsese, por ejemplo, en lo atractivos que, en otras circunstancias, resultan para el gran público esos candidatos que para cualquier problema proponen la pena de muerte. De otro lado, está claro que ante la casi inexistencia de los partidos políticos, solo tienen posibilidades de llegar al gran público aquellos candidatos que, por una razón u otra, resultan rentables para los medios de comunicación. Eso da una ventaja considerable a los oportunistas y a los demagogos por encima de quien desee trabajar una propuesta de gobierno seria.

El efecto de conjunto resulta paradójico y patético: una sociedad que, por un lado, reclama del gobierno nacional una regeneración completa del sistema político para deshacerse de la tiranía de los peores, y al mismo tiempo se apresta a elegir las peores opciones para el gobierno de su ciudad. Esta persistencia en el error es curiosa, pero es sobre todo trágica.