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Opinión 17 de octubre de 2013

Aducen que el Presidente ha incomodado a sus militantes al hacer declaraciones polémicas acerca de la situación legal y política de sus líderes, actualmente investigados por la justicia y por comisiones parlamentarias. Estos grupos no se presentaron en la segunda etapa de este proceso de diálogo, que tiene el propósito de crear una agenda común y diseñar políticas de Estado a mediano y a largo plazo.

Es preciso decir las cosas como son. Resulta vergonzoso que un ex Presidente del país esté preso por delitos probados de violaciones de derechos humanos y corrupción, y que otros dos mandatarios se vean envueltos en sendas investigaciones por presunto enriquecimiento ilícito. Es importante resaltar que estas situaciones constituyen un signo positivo en materia de lucha contra la cultura de la impunidad, pues fortalece la convicción cívica de que quienes han detentado el poder y ocupado cargos de responsabilidad pública no pueden sustraerse a las exigencias del cumplimiento de la ley. Por décadas imperó en el Perú la presuposición de que los poderosos podían permanecer invulnerables ante el escrutinio de la justicia. Esa presuposición comenzó a debilitarse seriamente con la formación del gobierno de transición en el año 2000.

Retirarse de un proceso de diálogo que busca forjar consensos a nivel de política pública constituye un profundo error. Las organizaciones políticas tendrían que recordar que se deben a los ciudadanos que las apoyan, y no a los intereses particulares de sus líderes históricos. El gobierno, por supuesto, tendría que evitar emitir cualquier declaración de tipo confrontacional y en general, introducir cualquier elemento innecesario de perturbación en este contexto, especialmente si evitándolo no se pone en peligro ningún principio fundamental de la ética pública. La participación en un diálogo multipartidario tiene como objetivo arribar a acuerdos políticos en materia de interés general, poniendo entre paréntesis el cálculo estratégico y las eventuales ventajas de una facción.

El cuidado del diálogo constituye un rasgo distintivo de la naturaleza humana. Alude al ejercicio de la razón y al logro del entendimiento intersubjetivo. El uso de la palabra y el intercambio de razones nos libran del imperio de la violencia. El diálogo y el uso de la fuerza se excluyen mutuamente: donde está uno no hay espacio para el otro. La vida humana supone la existencia de conflictos de diverso tipo, pero el diálogo permite a las personas plantear y resolver los conflictos a través de argumentos, desestimando por principio el recurso a la violencia. Solo en virtud de la práctica de una comunicación no distorsionada y la exposición recíproca de razones podemos hablar de la configuración de un espacio público genuino, abierto a todos. Sin esta clase de experiencias, la política se degrada éticamente y se convierte en una mera competencia por el poder.

Hacen mal estos tres partidos al retirarse del diálogo. Deslizan con ello la idea de que este proceso significa para ellos la implementación de un canal de negociación para obtener beneficios particulares, como el blindaje de sus dirigentes o la promesa de impunidad de los líderes condenados por la justicia. El gobierno, por su parte, debe demostrar que estas conversaciones constituyen mucho más que una estrategia teatral para lograr algo de distensión en nuestra virulenta arena política. Los ciudadanos esperan algo más de sus políticos. Forjar consensos básicos en temas centrales de Estado –pobreza, derechos humanos, seguridad, reformas políticas – constituiría un buen signo de esperanza para una sociedad que afronta problemas severos en materia de inclusión y democracia y que está a punto de cumplir dos siglos de vida republicana.