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Opinión 12 de febrero de 2018

Recibimos en estos días, cotidianamente, dolorosas noticias de violencia sexual contra niñas. La última nos habla de una niña ultrajada y calcinada. Su cuerpo abandonado en cualquier esquina, la desesperación de su padre, la noción de una vida trágicamente segada cuando apenas comenzaba, todo eso solamente  nos puede producir indignación y un enérgico reclamo de justicia, así como demandas de una pronta acción de las autoridades para evitar futuras desgracias.

Esa noticia, por lo demás, es sólo la más reciente de una serie que nos habla de niñas víctimas de embarazos precoces por el abuso de personas de su entorno. Es comprensible, hasta cierto punto, que, ante tanta perversidad ejercida contra víctimas indefensas, la población pida una sanción drástica e inmediata, una retaliación que no se detenga en formalidades, un castigo que tenga visos de venganza colectiva y comunique la sensación de que el crimen no paga.

No es tan entendible, sin embargo, que aquellos que deberían promover un diálogo razonable y responsable sobre todo esto –me refiero a las autoridades, a los representantes políticos y a quienes ejercen de líderes de opinión– elijan el camino fácil, pero temerario, de la demagogia y el oportunismo. El pedido de la pena de muerte cuando presenciamos crímenes atroces contra víctimas inermes es un reflejo previsible entre una población horrorizada; pero es un acto de profunda irresponsabilidad entre quienes deberían dar forma civilizada al debate público.

En la proliferación de este pedido no se observa ninguna consideración sobre las condiciones y las implicancias jurídicas del mismo ni se encuentra referencia alguna que sustente la eficacia de tal pena para prevenir el crimen. De hecho, quien haya considerado el tema con algún grado de seriedad sabe que la pena de muerte no es una respuesta razonable  pues ella nunca ha funcionado como un disuasivo para este género de criminales.

Por lo demás, más allá de restricciones jurídicas que no corresponde enumerar aquí, tenemos un sistema de administración justicia tan lento e ineficiente que un alto porcentaje de la población carcelaria en realidad no ha recibido una sentencia. ¿Cómo se imaginan los postuladores de la pena de muerte que van a ser tramitados los procesos que conduzcan potencialmente a una sentencia de esa clase?

Estamos ante hechos tan graves y perturbadores que cuesta pensar que ellos puedan ser tratados con frivolidad y ánimo de aprovechamiento político. Y, sin embargo, ese es el caso. Oímos a enemigos consuetudinarios de la causa de los derechos humanos afirmar que es momento de declarar la pena de muerte y repudiar todos nuestros compromisos internacionales empezando por un retiro de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El uso demagógico de las tragedias que comentamos ejemplifica lo peor de nuestra vida política: engaño a la población, desprecio a la legalidad y manipulación de problemas graves sin ánimo de resolverlos sino de cosechar ventajas políticas. Nuestras víctimas y todos nosotros merecemos algo mejor. Sobre el tema que hoy tratamos, aún hay mucho que decir.