Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 29 de octubre de 2012

En efecto, días atrás el Ministerio de Justicia censuró una muestra de arte en el distrito de Villa El Salvador, una exposición de imágenes relativas al periodo de violencia armada sufrido por el país. Quien tuviera noticia de ello sin mayores detalles, y estuviera al tanto del clima de hostilidad a la verdad histórica que hoy es creciente entre las elites del país, creería que se ha suprimido una muestra plástica sobre las responsabilidades de las fuerzas del Estado en graves violaciones de derechos humanos. Eso, desde luego, ya sería inaceptable en sí mismo no solo por nuestra necesidad de memoria sino también porque vulneraría el principio básico de la libertad de expresión y sería una muestra más de intolerancia. Pero la arbitrariedad llega al absurdo cuando nos enteramos de qué imágenes han sido aquellas que motivaron el celo inquisidor del Estado: se trata de imágenes de artistas como Juan Acevedo, Jesús Cossio y Álvaro Portales que critican de manera acerba a Sendero Luminoso, que resaltan el cinismo de su líder, Abimael Guzmán, y que recalcan la naturaleza esencialmente sanguinaria de esa organización terrorista.

Es decir, ¿para las autoridades del Estado peruano está prohibido criticar a Sendero Luminoso y hacerlo amerita su represión? ¿No es lícito poner de relieve la mediocridad y la criminalidad constitutivas de Abimael Guzmán? ¿Tan intensa es la voluntad de amnesia de las elites políticas que inclusive está orientada a proteger de críticas a esa organización?

Lo sucedido en estos días constituye, ciertamente, un acto grave que habla pobremente de nuestra cultura democrática y del respeto del poder a las libertades. Pero además de eso es una adecuada metáfora de lo que está sucediendo en materia de memoria en el Perú. En unas circunstancias en las que se habla de una supuesta ley contra el “negacionismo”, propuesta que solo se refiere a los crímenes de Sendero Luminoso, es por lo menos curioso que las propias autoridades se opongan a que se recuerde los crímenes de esa organización. ¿No sería, acaso, verosímil que en un futuro en que existiera dicha ley se podría acusar de “negacionismo” precisamente a quien se opone a que se recuerde aquello que evocaban y comentaban los artistas censurados?

Dos comentarios se hacen necesarios a partir de este episodio. El primero es que se ha revelado la naturaleza intrínsecamente desatinada de toda práctica de censura, que siempre es ejecutada por funcionarios y burócratas que con frecuencia no entienden qué es lo que están censurando. El segundo es que la hostilidad a la memoria solo puede favorecer a quienes propugnan la violencia y el respeto a las instituciones y las leyes que nos rigen. El temor a la memoria solo puede beneficiar a los enemigos de nuestra democracia. Este penoso episodio debería servir, al menos, para que las elites entiendan el grotesco error que cometen cuando se aferran al olvido.