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Opinión 28 de octubre de 2016

Más allá de los detalles vinculados con la figura del Gran Canciller, la elección de nuestra principal autoridad y cuestiones referidas al manejo financiero de la Universidad, el significado más importante del acuerdo alcanzado –y ratificado en forma casi unánime por nuestra principal instancia de gobierno– es la reafirmación de nuestra identidad como universidad católica.

¿Qué supone la misma? En primer lugar, que somos una institución dedicada a la transmisión y a la creación del conocimiento. Es decir, no somos una mera fábrica de futuros profesionales que tienen claros los saberes básicos de sus respectivas carreras –cuestión de la que, en nuestra universidad, nos ocupamos bastante bien–, sino que somos una entidad dedicada a la formación de personas que sepan emplear su saber para traer el bienestar a su entorno (familiar, comunitario, nacional) y que sean conscientes de su rol ante la sociedad peruana. Y, por supuesto, que estamos orientados hacia la investigación teórica y aplicada en las múltiples áreas del saber en las que nos encontramos: humanidades, ciencias sociales, arte, derecho, ciencias e ingeniería.

En segundo término, nuestra catolicidad implica que los saberes creados tengan, sin duda, una inspiración en los valores que encarna el Evangelio. Y, en particular, una actitud ética que suponga un compromiso de nuestra casa de estudios para construir el Reino de Dios aquí en la tierra, a partir del trabajo que realizamos. Implica que los seres humanos que egresan de nuestras aulas, tanto en pregrado como en posgrado, no solo tengan claras las reglas básicas de sus respectivas especialidades, sino un norte claro: el servicio a los demás. Nuestros alumnos deben ser luz en medio de las tinieblas de nuestros males contemporáneos y, por tanto, comprometerse a su solución.

No faltan quienes –desde un extremo u otro– conciben que una universidad católica implica la censura de determinados tópicos o materias. O que nuestra enseñanza debe ser una mera replicadora de una visión conservadora del mundo. Lejos está una casa de estudios superior de serlo si es que comienza a ejercer la censura a sus integrantes (alumnos, profesores y trabajadores) o procura uniformizar el pensamiento basándose una interpretación fundamentalista de nuestra profesión de fe. El espíritu del acuerdo entre la Pontificia Universidad Católica del Perú y el Vaticano dista mucho de ser un corsé que constriñe la necesaria discusión sobre nuestros problemas contemporáneos. Por el contrario, nos hemos reafirmado en una identidad católica que tenemos desde nuestra fundación, con el margen de autonomía que la legislación peruana sobre universidades reconoce. Y ello implica un diálogo entre fe y el quehacer académico que la PUCP ha procurado tener durante su vida institucional.

Con este acuerdo, nuestra Universidad llegará a su centenario reafirmando su identidad, lejos de cualquier amenaza que pretendiera vulnerar nuestra autonomía y, sobre todo, con el camino despejado para pensar nuestros próximos cien años de fecunda presencia académica y moral en nuestra patria. Somos PUCP, seámoslo siempre.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República.

(28.10.2016)