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Opinión 21 de octubre de 2016

En las últimas elecciones presidenciales, el tema de la corrupción tuvo un papel prominente. Una porción considerable de la ciudadanía se movilizó con la finalidad de prestar apoyo a una opción que ofreciera la posibilidad de un manejo distinto de los asuntos públicos. Se puede decir que eso generó cierta esperanza, si bien moderada, la que se vio hasta cierto punto fortalecida por los primeros pasos del nuevo gobierno.

Por ello resulta especialmente delicada la situación en la que nos encontramos ahora, en la que se está hablando de conductas contrarias a los valores morales que han sido asumidas en el pasado por funcionarios importantes del gobierno. Se trata de una situación crítica porque de la manera en que ella se maneje en lo inmediato dependerá mucho el sello que acompañe al gobierno en los años futuros. Por lo pronto, ha habido ya una respuesta oficial que todos esperamos constituya el anuncio de una actitud sostenida en la lucha contra la inmoralidad dentro del sector público. Es esencial para el país –para nuestro futuro republicano– evitar que la atmósfera de escepticismo y resignación se instale una vez más entre nosotros.

Necesitamos, en efecto, de manera urgente, recuperar la confianza en las virtudes cívicas. Tener confianza en ellas no significa creer ingenuamente que el ejercicio del poder que atraviesa una vasta administración estatal pueda transcurrir de manera impoluta. Pero sí implica esperar y demandar una reacción y una explicación coherentes cuando se produce algo anómalo o cuestionable. Ello, claro está, precedido de un examen serio y preventivo por parte del gobierno a aquellos que desea llamar para que sean sus colaboradores.

Se trata, en efecto, de no tomar como natural o como inevitable el ejercicio ilegal del poder, sino de pensar que la ruptura de la ley o el aprovechamiento deshonesto de la autoridad delegada demandan siempre una respuesta seria, pronta y razonable. En la existencia de tal tipo de reacciones se pone en juego la fe de la población en las instituciones. Y solo sobre esa fe se puede fortalecer la ciudadanía.

Lo contrario a eso es la cultura de súbditos que debilita a nuestra democracia: una cultura en la cual una amplia porción de ciudadanos reciben con sonrisa resignada y cómplice los actos irregulares de sus gobernantes. Es ahí donde la más grave corrupción prospera pues suele contar con el fatalismo de los gobernados, el cual siempre termina por traducirse en tolerancia y, en el peor de los casos, en discreto aplauso al que sabe sacar ventaja de su posición de autoridad.

Se ha dicho que la política bien concebida debe ser un constante ejercicio de pedagogía cívica y la práctica de una honesta filosofía social. Posiblemente, en ningún otro dominio de la vida pública se cumple el precepto de “enseñar con el ejemplo” que en el de la lucha contra la corrupción. Esta es una ocasión inmejorable para demostrarlo.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(21.10.2016)