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Opinión 6 de mayo de 2016

Concibió la reconciliación como “el restablecimiento y la refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos”, vínculos lesionados por la violencia en las dos décadas del conflicto armado interno. Esta violencia se expresó en las terribles acciones cometidas por las organizaciones terroristas y en las lesiones de derechos perpetradas por malos agentes del Estado, pero también, apareció con diversos niveles de gravedad, a través de la comisión de actos de corrupción de diversos funcionarios públicos así como en la indolencia imperante entre algunas autoridades sociales y políticas –y no pocos ciudadanos– frente al dolor de víctimas de actos crueles y de exclusión.

El proceso de reconciliación ha de entenderse como un proyecto de largo plazo, que solo podrá realizarse en virtud de un ejercicio colectivo y crítico de la memoria histórica que recoge el testimonio de las víctimas para a partir de allí debatir los posibles caminos que conduzcan a reformas en el ámbito de la vida pública. Supone asimismo una importante transformación de nuestra educación y de nuestras prácticas sociales de modo que, todo ello, contribuya a la formación ciudadana respetuosa de la igualdad entre los hombres y por tanto alejada de la discriminación de las personas por razones de cultura, condición social o de género. Se trata, en fin, de comprometerse con un proyecto de fortalecimiento de una cultura democrática que supone un arduo trabajo en pos de la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas de la violencia. La reconciliación no debe convertirse en un gaseoso propósito de recuperación de un mero trato cordial en materia de competencia política, y no puede tampoco descender al nivel de propaganda efectista en el contexto de unas elecciones. Debemos tomar el proceso de reconciliación en serio, ello implica que nunca olvidaremos su profunda conexión con la Verdad y la Justicia; si lo hiciéramos estaríamos desvirtuando su significado y degradando su ejercicio. Queda claro entonces que el futuro que se discute en los espacios de la política se halla en las antípodas del olvido interesado y de la impunidad.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(06.05.2016)