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Opinión 23 de noviembre de 2018

Es un tema sobre el cual no se ha reflexionado lo suficiente y que ameritaría mayor atención sin que ello signifique descuidar el indispensable ejercicio de la justicia. Deseo, por ello, compartir aquí algunas ideas a propósito de ese interesante encuentro académico.

El acto de perdonar pertenece a ese ámbito de lo incondicionado donde el único aliciente es la libre voluntad de reiniciar las relaciones allí donde el agravio y la ofensa interrumpieron el entendimiento mutuo. Así pues, ante la apariencia de la ruptura y la desmembración, el perdón –si va unido al arrepentimiento y a la aceptación de las culpas y el castigo correspondiente– nos emancipa del mecanismo causal y siempre condicionado que constituye la dinámica: agravio–venganza.

El perdón constituye una gracia que sólo puede otorgar quien ha sufrido daño a quien lo solicita y reconoce la gravedad de la falta y los efectos del daño producido. Sin embargo, muchos actores políticos han propuesto que el Estado tiene la potestad de “perdonar” a los perpetradores. Esto es en realidad una amnistía, medida que la cultura de los derechos humanos rechaza enfáticamente, dadas sus pretensiones de asegurar impunidad para los criminales.

La amnistía es impuesta desde el poder y contiene de manera inevitable un silenciamiento de los hechos, una borradura o, como se dice coloquialmente, un “pasar la página” de hechos que no deben ser confrontados. Es un falso perdón porque resuelve por decreto que se anule de la memoria colectiva y de las páginas de la historia los hechos traumáticos. Es una negación del duelo que merecen los familiares de las víctimas y una suplantación de un privilegio que solamente los afectados por los actos de violencia poseen. Es evidente que yo no puedo perdonar las ofensas perpetradas contra el otro. Tal gracia solo corresponde a quien sufrió los agravios.

Por el contrario, el perdón exige diálogo, un contacto interhumano. El perdón permite a quien lo concede asumir una actitud y una “mirada” diferentes hacia el pasado: abandona una percepción agobiante y desgarrada, para asumir una posición serena y reflexiva frente a lo vivido. Hace posible que la víctima afronte el futuro sobreponiéndose a la tentación del odio y a las expectativas de venganza. La asignación del perdón no supone en absoluto el olvido de la ofensa sufrida ni la suspensión de la justicia.

Mucho menos la negación de la memoria y la historia. El perdonado podría invocar que es injusto que se mantenga el recuerdo de sus ofensas. Pero parte de la sanción que debe cumplir es que los sucesos atroces en los que participó no sean olvidados. El perdón implica arrepentimiento, acto sincero de contrición. El arrepentimiento cumple una función docente, que se dirige, al igual que el perdón, hacia el futuro. Así, perdón, arrepentimiento y reconciliación resultan, al fin y al cabo, significativos solamente en una sociedad que hace memoria. Y esa sigue siendo una tarea pendiente en el Perú.