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Opinión 21 de noviembre de 2014

Un cuarto de siglo después es necesario preguntarse por la promesa democrática que conquistó la imaginación mundial con el deshielo del totalitarismo comunista. En aquella época se reafirmó con cierta euforia y con decidido optimismo el valor de la democracia (y, colateralmente, del capitalismo) como la mejor forma de organizar la vida política de las naciones, un sistema basado en un Estado de Derecho centrado en la protección de las libertades individuales y en una separación de poderes que atajara las tendencias a la dictadura que, al parecer, anidan en todo orden político. Sin embargo, la experiencia histórica concreta de algunas de las naciones que entonces transitaron hacia la democracia no ha sido todo lo exitosa que se hubiera esperado. El belicoso autoritarismo ruso liderado con mano férrea por Vladimir Putin es el ejemplo más claro y perturbador de ello. Pero también en otras regiones del mundo la democracia se encuentra sometida a desafíos y cuestionamientos. El entusiasmo autoritario de ciertas naciones latinoamericanas desde inicios de este siglo o la permanente disposición de las naciones democráticas del mundo desarrollado a pactar con el autoritarismo chino también nos hablan de una cierta fatiga del idealismo democrático, así como los acontecimientos en el Medio Oriente documentan lo difícil que es para la idea democrática encarnarse armoniosamente en muchas sociedades con trayectorias y tradiciones distintas de las que predominan en el mundo occidental.

Nada de esto quiere decir, por cierto, que la idea de la democracia en sí misma haya perdido legitimidad. Todavía es posible, si no siempre fácil, mostrar que la realización del ser humano en sociedad, como ser político, no puede encontrar mejor sistema que aquel que gira alrededor de la defensa de sus libertades y su dignidad frente a la arbitrariedad del poder y frente al privilegio heredado.

Dicho eso, sin embargo, también es necesario que las experiencias concretas de la democracia –tanto la de las nuevas democracias como las de aquellas antiguas o, por así decirlo, clásicas– sean examinadas críticamente. El abuso de poder, la corrupción, la desnaturalización de la política, la banalización de nuestros debates públicos, la vertiginosa desigualdad social, son, ciertamente, rasgos omnipresentes en la vida política contemporánea. Esos rasgos conspiran, una y otra vez, contra la legitimidad del orden democrático y abren las puertas a la seducción autoritaria y a la demagogia populista, aquella que ofrece falsamente bienestar material y pide a cambio que los ciudadanos renuncien a sus libertades y a su dignidad.

La democracia contemporánea necesita fortalecerse y no hay mejor manera de hacerlo que por medio de la crítica. Esta, la crítica, es, después de todo, la base intelectual del mundo político que queremos afirmar, mejorar y defender.