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Opinión 22 de octubre de 2018

La secularización había sido formulada en términos de la retirada de la religión en virtud de la racionalización de la cultura y de la vida social. A juicio de los especialistas, la fe fue confinada al ámbito de la vida íntima, al reducto último de la conciencia personal. La teoría de Locke ha descrito así el lugar de lo religioso en la sociedad moderna, mientras que el Estado no se identifica con ningún credo y se declara imparcial en la materia.

No obstante, la religión no se ha retirado de la vida de las sociedades actuales, ni permanece absolutamente fuera de la discusión pública. El número de creyentes no se ha reducido en el mundo contemporáneo. La fe se ha consolidado tanto en su interpretación “liberal” y “progresista” como en sus variantes conservadoras. Incluso se han fortalecido las corrientes fundamentalistas de la vida religiosa. Hoy se habla de una era postsecular, que ha puesto en el centro de la discusión social, política y teológica el lugar de lo espiritual en la sociedad moderna. El término “postsecularización” alude a un fenómeno complejo característico de nuestra cultura contemporánea que recupera el valor de lo religioso para la existencia humana.

Las religiones han planteado, desde sus orígenes, consideraciones morales que tienen impacto en la vida política. Las convicciones sobre la justicia social, la pobreza, la violencia, tienen un lugar crucial en los textos sagrados y en las tradiciones religiosas de diversa naturaleza. El Estado democrático se declara neutral en materia religiosa, pero la discusión acerca de estos temas de resonancia pública se realiza en las instituciones de la sociedad. Una de estas instituciones es ciertamente la Iglesia, que reúne en la actualidad a una gran cantidad de personas.

Esta vuelta a la religión plantea desafíos a la democracia. Propone discutir las condiciones del debate público y el modo en que algunas consideraciones sobre la justicia originadas en la fe puedan adaptarse al discurso estrictamente político en términos pluralistas. La justicia es un ideal colectivo que pretende orientar la vida de todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes. La diversidad cultural y religiosa a menudo es percibida con sospecha, porque a menudo cuestiona la estabilidad de las convicciones vigentes. Lidiar con la diversidad requiere de desarrollar el diálogo y ejercitar la crítica. Una forma de vida postsecular exige desarrollar el principio de tolerancia y la revisión crítica de nuestras propias ideas. Se trata de edificar una cultura política respetuosa de los derechos individuales, de modo que la libertad de cada individuo (incluidas las libertades religiosas) pueda existir con las de los demás.

El fenómeno de la postsecularización trae a la reflexión la centralidad de lo religioso en la vida de muchas personas. El reto estriba en armonizar esta valoración de la creencia con el tipo de apertura a la alteridad y la disposición autorreflexiva que exige la democracia como una práctica y una convicción sobre la justicia pública. En ese sentido, el fundamentalismo – tanto religioso como ideológico – sí constituye un peligro para la democracia y la cultura de derechos humanos. Se trata de mostrar que una fe real, reflexiva y razonable no es incompatible con el ejercicio de la libertad política.