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Opinión 27 de noviembre de 2015

La respuesta armada ha sido a veces insuficiente y otras veces, de hecho, contraproducente en el intento de poner coto a dictaduras sangrientas y de mantener bajo control la emergencia de organizaciones violentas. La vía diplomática y la presión concertada de la comunidad internacional han mostrado también sus límites, y ello, principalmente, por los obstáculos de poderosos gobiernos antidemocráticos. El papel de Rusia en la perduración de esta y otras crisis es ostensible, lo cual hace amargamente paradójico que Putin sea saludado hoy como un adalid de la lucha contra este género de terrorismo.

Tenemos, pues, una profunda fractura en el liderazgo mundial. Y en gran medida esta fractura puede ser entendida como una carencia de convicciones sólidas sobre el valor de la paz y los compromisos que ella demanda.

El fin de la Guerra Fría nos liberó de un largo periodo en el que los cálculos estratégicos más fríos y amorales conducían a las grandes potencias a sostener dictaduras criminales y a avivar conflictos regionales horrendos. Pero la nueva era global no nos ha traído algo mejor sino, acaso, un escenario más desordenado y de responsabilidades más brumosas o disimuladas. Nuevos cálculos, nuevas constelaciones de poder y alianzas antes inverosímiles han conducido a asfixiar los esfuerzos de pacificación en el Oriente Medio y en otras regiones. Esa parálisis ha sido, como es natural, la mejor aliada de las autocracias remanentes en la región y de la diversidad de organizaciones armadas que hoy aterrorizan a decenas de naciones de África y del mundo árabe y que, con frecuencia creciente, provocan baños de sangre en las capitales del mundo desarrollado.

Se ha señalado con razón, en estos días, la disparidad de reacciones mundiales ante los dos ataques sucedidos el mismo día, uno en París y otro en Beirut. Es explicable por diversas razones que los hechos de París hayan copado la atención de los medios tradicionales y de las redes electrónicas. Pero sabemos que una respuesta efectiva, duradera y razonable al terror de ISIS y afines demanda el reconocimiento universal de que todas las muertes nos afectan y nos disminuyen. Admitir activamente esa humanidad radical, sin fronteras, también tendría que ser la guía para una respuesta que, siendo efectiva y enérgica, no se rebaje a la represalia ciega e indiscriminada, sino que ponga en primer lugar la defensa de la vida.

(27.11.2015)