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Opinión 15 de marzo de 2014

En el Perú, por desgracia, seguimos observando actuaciones que ponen en tela de juicio la idoneidad de ciertos jueces al momento de resolver sus fallos.  Y es posible que en ningún ámbito sea eso más patente que en el de la defensa de los derechos humanos. Después de unos pocos años en los que, tras la transición política de 2001, los tribunales nacionales parecieron comprometerse con la protección de los derechos fundamentales, hemos experimentado un severo cambio. Hoy en día, por ejemplo, declaraciones públicas hechas recientemente por el  juez Javier Villa Stein, Presidente de la Sala Penal Permanente de la Corte Suprema de Justicia, resultan preocupantes, pues ellas podrían constituir señales de un retroceso en nuestra endeble institucionalidad judicial.

Ahora bien, la cercanía del mencionado juez al gobierno autoritario, corrupto y violador de derechos humanos de Alberto Fujimori es ampliamente conocida. Por tanto, esa sola circunstancia bastaría,  en una democracia madura y mejor asentada,  para que él quedara excluido del papel de revisor de la condena impuesta a Fujimori por sus múltiples y bien demostrados crímenes.

Como es sabido, si Alberto Fujimori está cumpliendo una pena de prisión (en condiciones de injustificable lasitud, por lo demás) ello es porque sus delitos de corrupción y contra los derechos humanos fueron evaluados por un tribunal de la Corte Suprema en un juicio, unánimemente, reconocido como impecable.

Desde entonces, los seguidores de Fujimori han ensayado diversas formas de presión y componenda política para librar a su jefe de cumplir con la ley. Ahora esgrimiendo sinrazones,  como las consultas doctrinarias hechas por el Juez San Martín durante el proceso, buscan que el corrupto expresidente salga de la cárcel por la puerta grande, es decir, mediante una anulación judicial de su sentencia. 

Para ello, y con la concurrencia de diversas circunstancias que  no hablan  muy bien de nuestra institucionalidad en lo judicial, han encontrado un óptimo aliado en el juez Villa Stein, el cual sostiene opiniones cuestionables en lo relativo a la defensa de los Derechos Humanos.  Basta   señalar cómo en julio del año 2012 dictó una sentencia que favorecía a los criminales del Grupo Colina  a los que redujo sus penas bajo el argumento falaz de que los crímenes que se les imputaban no eran de lesa humanidad sino delitos comunes.

Ahora, ese mismo juez ha manifestado, de la manera más patente e incompatible con la seriedad de la magistratura, su hostilidad a la sentencia dictada en el caso Fujimori. Ha lanzado amenazas, ha hecho comparaciones estrambóticas  entre los jueces honestos que condenaron al exdictador y  por último, en acto que lo descalifica definitivamente, ha puesto muy en claro, y por adelantado, su desacuerdo con la sentencia que supuestamente debería revisar con objetividad, ello al tiempo que no se ha medido en dar consejos a los abogados de Fujimori sobre cómo debieran sustentar su pedido.

La actuación del juez Villa Stein en este y otros casos es contraria a la sociedad democrática que quisiéramos construir, una sociedad basada en principios de justicia sustentados en la aplicación imparcial y rigurosa de la ley. Pero tanto como la actuación individual de un juez de estas características, es desalentador que buena parte de nuestro sistema judicial permita que estas situaciones se presenten. Como ya  se ha mencionado lo que hoy ocurre, o puede ocurrir, respecto de la sentencia a Alberto Fujimori no constituye un hecho aislado; al contrario, pareciera ser un eslabón más en una cadena de fallos y argumentaciones orientadas a debilitar la custodia judicial de los derechos fundamentales en nuestro país.

Los graves y masivos casos de violaciones de derechos humanos cometidos durante las décadas de 1980 y 1990 representan una inmensa mancha en nuestra historia contemporánea, una realidad vergonzosa que solo podría ser superada mediante la acción de la justicia. Los peruanos tenemos derecho a reclamar que nuestras instituciones actúen responsablemente para hacer frente a esa historia con principios éticos claros: de una parte respeto a las leyes y, por tanto, al Estado de Derecho; de otro lado se ha de señalar al Estado,  que es su obligación ofrecer respuestas satisfactorias y respetuosas a las víctimas de inaceptables atropellos, pues ese es un compromiso con una meta mucho más digna e importante que los minúsculos intereses personales de cualquier funcionario.