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Opinión 29 de abril de 2016

Contamos desde hace poco tiempo con una ley que siendo perfectible, como todo instrumento de política pública, se sitúa en la dirección correcta. La ley ha tenido muchos detractores y, ciertamente, hubo que vencer grandes obstáculos antes de ser aprobada. Uno de los argumentos que con más frecuencia se mencionan en su contra es que ella supuestamente vulnera el principio de autonomía universitaria.

La autonomía es, sin lugar a dudas, un elemento central de la identidad de todo universitario. Y siempre es preciso defenderla. Pero defender la autonomía significa, también, y de forma muy especial, preservar su auténtico sentido, evitar que ella sea tergiversada. La universidad necesita su autonomía para cumplir a cabalidad su misión en la sociedad, esto es, para cultivar el conocimiento, la investigación, el pensamiento con libertad y sin intromisiones del poder político. Esas exigencias encarnan la responsabilidad que nace de la autonomía y la legitima.

Así pues, el sentido de la autonomía universitaria no es la protección de intereses gremiales. Es, más bien, la defensa de las condiciones que permiten a la educación superior realizar su misión con excelencia. No se trata, por tanto, de una patente de corso para evadir nuestros compromisos ante la sociedad sino, precisamente, de una afirmación de la mencionada responsabilidad. Este punto es crucial: autonomía significa libertad y ausencia de restricciones externas. Pero esa libertad tiene un fin que es el “gobierno de sí mismo”; es decir, una comprensión de nuestra misión y de nuestro sentido y, por tanto, de las obligaciones que a la universidad le impone su propia naturaleza.

Instalada dentro de una sociedad a la que representa, sirve y promueve, es responsable la universidad de cultivar y transmitir el saber y, también, de formar integralmente a quienes pasan por ella, de modo que puedan desempeñar adecuadamente las profesiones que han elegido. Existe, pues, un imperativo de calidad de la educación –aunado al de inclusión y pertinencia de lo que se ofrece– que demanda a la universidad a sostener un diálogo institucional con la política educativa nacional, pues el Estado tiene como deber inexcusable el velar por la calidad de la educación respetando sus fueros cuando ellos no sirvan para el provecho de ciertas personas que tergiversan lo que significa la autonomía. Esta implica reconocerse como comunidad de personas que se comprometen en su propio perfeccionamiento a través de la búsqueda de lo verdadero y lo bueno y eso dentro de una institución en la que los docentes han de ser Maestros y las autoridades han de ser Servidoras.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(29.04.2016)