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13 de diciembre de 2022

Imagen: La República

Por María Claudia Augusto Meléndez (*)

El 7 de diciembre de 2022, un tembloroso Pedro Castillo pronunció un discurso digno del 5 de abril de 1992. Aunque el autogolpe fue una aventura trunca, el expresidente se niega a renunciar y culpa a la “derecha golpista” de su situación actual. Al igual que Castillo, un sector de la izquierda ha lanzado teorías conspirativas que justifican sus acciones. Bajo estas narrativas, Castillo no solo es inocente, sino que es víctima de la oposición que forzó su salida. Los nombres cambian, pero las prácticas permanecen y resultan peligrosas para vivir en democracia.  

No nos engañemos. Gran parte de lo que llamamos derecha en el país no es tan democrática. En los últimos años, voceros de partidos tradicionales y nuevas agrupaciones han radicalizado sus discursos apelando al populismo y a prácticas autoritarias. En su narrativa, encontramos un anhelo centralista y discursos discriminadores. Si por ellos fuera, Castillo nunca hubiera jurado como presidente. En un universo paralelo, para algunos de ellos, quizás ni siquiera tendría derecho al voto. Sin embargo, culpar únicamente a la oposición de lo vivido en los últimos dieciséis meses es una quimera y aminorar lo acontecido hace unos días, como propone hacerlo un sector de la izquierda, es una actitud antidemocrática. Finalmente, nuestra izquierda radical también es parte del problema. No se pueden ocultar los escándalos de corrupción, el nepotismo y la ineficiencia del gobierno saliente como tampoco negar que lo que vimos fue un golpe inconstitucional y autoritario. 

Y aquí está el problema de fondo. Más allá del tinte (o tufillo) ideológico, los políticos que hoy ocupan las primeras planas bien podrían gobernar a la fuerza y a puerta cerrada. Su desconexión con la realidad es brutal: lo vemos en sus reacciones frente a las movilizaciones a nivel nacional. Parece que para ellos la democracia rige, siempre que les convenga. Atrás quedaron los tiempos de concertación de la transición democrática, hoy la posibilidad del debate político puede acabar en puñetazos en señal abierta. Al minar los acuerdos que caracterizaban al juego político y caer en simplismos, se abre espacio para discursos antidemocráticos y ajenos al diálogo. Por ello, podrán celebrarse elecciones periódicas, pero siempre habrá un micro abierto listo para denunciar fraude. Existirán mecanismos de control político, pero serán usados más como arma de lanza que como herramienta de fiscalización. Se defenderá la libertad de expresión no sin antes descalificar al otro de azuzador, facho o terruco. Y aunque la debilidad de nuestros actores no concrete sus afanes de poder, no por ello sus intenciones deben ser reducidas.   

Reconocer esta realidad sobre nuestros políticos es el primer paso para pensar una salida a esta situación. Sin políticos dispuestos a debatir, nos encontramos en un escenario en donde nadie quiere perder ni escuchar.  Sin un diálogo serio, la izquierda insistirá en que la única solución posible es una Asamblea Constituyente y la derecha en la narrativa del fraude electoral. En esta pelea, quien sale mal parada es la ciudadanía. En ese sentido, la convocatoria a nuevas elecciones, aunque necesaria dada la movilización y los niveles de represión alcanzados, tampoco parece ser una razón de emoción: bajo el mar de nuevas caras y promesas, pueden permanecer incentivos similares, si es que no más radicales. Podremos escoger autoridades, pero es probable que la oferta nos dé oportunistas antes que representantes. Y, lamentablemente, de quienes elijamos depende la posibilidad de poner fin a la crisis. 

Por tanto, la discusión en el corto plazo debe centrarse en cómo convocar a políticos comprometidos con prácticas democráticas y con un entendimiento del país. Como menciona Rodrigo Barrenechea en una columna reciente, el problema ya no es solo no tener partidos, es también no tener políticos. Algunos cuadros existen, pero han quedado desplazados dentro de sus organizaciones por una confrontación que premia el radicalismo antes que la mesura. Sin estos elementos, seguiremos dando tumbos entre quienes son buenos para apuntar con el dedo, pero no para examinarse a sí mismos. 

(*) Licenciada en Ciencia Política y Gobierno. Magíster en Políticas Públicas por UCL y miembro de @somospuenteperu.