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Entrevistas 29 de agosto de 2022

Por: Juan Takehara (*)

Esta semana conversamos con Carlos Jornet, presidente de la Comisión de Libertad de Prensa e Información de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) sobre las relaciones que se forman entre la prensa y el poder de turno. Abordamos temas como los recientes ataques a la libertad de expresión de parte del gobierno, la insistencia de cierto sector de la prensa en presentar al presidente Castillo como líder de una organización criminal, y la situación que se vive en otros países cercanos.

En los últimos tiempos hemos visto un retroceso en el respeto a la libertad de expresión. La prensa ha sufrido ataques desde diferentes ángulos, por ejemplo, mediante leyes “mordaza” o incluso el secuestro de periodistas. ¿Cómo han escalado los ataques y la intimidación a la prensa en la región?

Notamos un evidente deterioro de la libertad de prensa, que se viene acentuando desde hace ya un tiempo y que se agravó con la pandemia. La estigmatización hacia el periodismo, la descalificación a través de redes sociales y los ataques verbales de gobernantes, funcionarios públicos de menor jerarquía y en ocasiones de dirigentes de otros sectores son moneda corriente en varios países de la región. Son modos de intentar neutralizar de antemano investigaciones que puedan comprometer a quienes ejercen el poder. Y en general son el preámbulo para luego avanzar con proyectos de ley que buscan institucionalizar la censura; con acosos judiciales; con el encarcelamiento de periodistas críticos; con cibervigilancia y con persecuciones que terminan en el exilio de centenares de comunicadores. Lo más preocupante es que esa política de denigrar a la prensa suele ser, además, una luz verde para la violencia física, los ataques callejeros o los homicidios. De parte del propio gobierno, de fuerzas policiales o militares o del crimen organizado. Hoy lamentamos una ola desenfrenada de asesinatos en México, con 17 colegas muertos en lo que va del año, y otros crímenes en Honduras, Guatemala, Haití, Brasil, Ecuador, Chile, con el agravante de que la impunidad sigue siendo la regla, ya que apenas uno de cada 10 asesinatos de periodistas termina en condena a sus autores. Pero, sin duda, el punto extremo del esquema represivo contra toda forma de disidencia se ubica en Cuba, Venezuela y Nicaragua, donde regímenes autoritarios arrasan con todas las instituciones y asfixian a la prensa libre. Ese modelo despótico puesto en vigencia hace décadas en Cuba fue adoptado en Venezuela con la llegada de Hugo Chávez al poder, y en los dos últimos años fue perfeccionado por el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua, a tal punto que comienza a replicarse en otras naciones como El Salvador y Guatemala, cuyos gobernantes ven al periodismo como la primera barrera a vencer para avanzar sobre la institucionalidad democrática. Por eso, nos preocupa el discurso descalificador contra periodistas y medios que enarbola el presidente Pedro Castillo, pues ya se traduce en ataques no institucionales contra la prensa y en severas restricciones para el trabajo periodístico.

¿Dónde encuentra una mayor resistencia a entregar información a los periodistas?

En las décadas de 1980 y 1990, con el retorno a la democracia en casi todo el continente, se produjo un avance significativo en materia de acceso a la información pública. Y en ello tuvo mucho que ver la SIP, que promovió la presentación de proyectos y difundió los estándares mínimos a tener en cuenta al momento de legislar sobre la materia. Pero junto con el retroceso institucional que vive la región, también se generan trabas para acceder a información que está en manos de organismos estatales. Y esto se advierte no sólo en regímenes autoritarios, sino también en países como Canadá o Estados Unidos, donde hay crecientes denuncias de trabas para obtener datos públicos. Una vez más, funcionarios de turno vulneran el principio de transparencia. Esto no sólo incumbe a las máximas autoridades de un país, sino muchas veces a otros estamentos que parecen creer que ejercer el poder es hacerlo a espaldas de la ciudadanía, vulnerando el principio de derecho a la información, el cual no es una concesión de las autoridades sino un derecho inalienable del pueblo. En ese sentido, el punto 3 de la Declaración de Chapultepec es contundente: “las autoridades deben estar legalmente obligadas a poner a disposición de los ciudadanos, en forma oportuna y equitativa, la información generada por el sector público”. La Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) plantea que el derecho de acceso a la información en poder del Estado es una herramienta para garantizar una mayor transparencia de los actos del gobierno y afianzar así las instituciones democráticas, y para ello el punto 4 establece que “el acceso a la información en poder del Estado es un derecho fundamental de los individuos”, por lo que “los estados están obligados a garantizar” su ejercicio. Es válido exigir el respeto de estos principios a organizaciones de la sociedad, es decir, a sus miembros o a quienes aportan a su sostenimiento, como es el caso de las iglesias. Y en cuanto al crimen organizado, el oscurantismo es parte de su accionar, por lo que más que exigirles apertura hay que reclamar a los gobiernos que intensifiquen la prevención y los controles para impedir que avancen sobre estamentos institucionales y terminen conformando una suerte de Estado paralelo. Hay que señalar, sobre el mismo tema, que los grupos criminales suelen presionar a empresarios, funcionarios y otras fuentes de información para que no brinden datos a los medios de comunicación, lo cual es una forma indirecta de censura y de violación del derecho a la información.

¿Debe el periodismo en determinado momento no sólo denunciar sino también asumir un activismo político?

Soy un convencido de que el periodismo profesional es el mejor antídoto contra la desinformación y una pieza esencial para promover el debate ciudadano, lo que se traduce en democracias más sólidas e inclusivas. Hacer periodismo es, siempre, una forma de impulsar cambios sociales, y en eso puede verse sin duda una postura política o ideológica frente a los problemas de la comunidad. Cada medio se para en el debate cívico desde una posición editorial, y esto es válido y, a mi manera de ver, también deseable. Pero no creo que la militancia política, entendida como la defensa acérrima de un gobierno o sistema más allá de lo que dicen los datos, o la oposición cerril a toda disidencia, sea un modelo válido para el periodismo, si entendemos la práctica de este oficio como un modo de contribuir, con un enfoque plural, al diálogo democrático, al debate ciudadano y a la búsqueda de soluciones a los problemas de la comunidad.

En el informe que el Consejo de Prensa Peruano presentó recientemente se indica que la libertad de expresión en el Perú pasa por “su peor momento en dos décadas”, pero no parece un problema que genere mayor alarma en la población. ¿Cómo llevar este tema a la agenda cívica y al debate ciudadano?

Sin duda, en toda sociedad siempre hay un sector predispuesto a creer acríticamente en el discurso oficial. Y si ese discurso desde la máxima instancia del gobierno martilla cotidianamente sobre el concepto de que se quiere destruir al pueblo y a la nación, es evidente que se comenzará a minar la credibilidad de periodistas y medios. Ese efecto se potencia en tiempos de redes sociales que difunden noticias falsas y que multiplican la desinformación. Por ello es vital que, ante la descalificación y las maniobras que intentan condicionar el trabajo periodístico y el acceso a información pública, desde la prensa respondamos con más y mejor periodismo, con profesionalismo y con mayor cercanía a nuestras audiencias. Para que estas hagan propia la lucha por la libertad. Y todo ello abonará el concepto de que la prensa es una herramienta esencial para el fortalecimiento democrático, para la transparencia en la gestión del Estado, para el control de los gobernantes y para el efectivo ejercicio de los derechos y las libertades ciudadanas. Las sociedades que aceptan sin más que se avance contra la libertad de prensa no sólo comprometen su propia libertad de expresión, sino que también hipotecan su presente y fundamentalmente su futuro.

Mucho antes de la llegada de Pedro Castillo al gobierno ha existido una relación compleja entre prensa y poder. ¿Qué cree que puede haber cambiado ahora?

Perú vive desde hace tiempo una disgregación política, que para algunos es disolución, y la llegada de Pedro Castillo al poder es fruto de esa realidad de atomización y de alianzas circunstanciales. Esa debilidad intrínseca, sumada a la negativa, resistencia o imposibilidad del presidente para expresar un compromiso claro con las libertades de expresión y de prensa se traduce en una relación más compleja que lo habitual. Castillo ha impulsado o consentido acciones que demuestran su escasa vocación por el acceso a la información, por la libertad de opinión, por garantizar el libre ejercicio del periodismo como herramienta clave para el sistema democrático. Y con su discurso, en el que repite eslóganes como “prensa mermelera y enemiga del pueblo”, va naturalizando la censura y promoviendo una política de descalificación que permea a otros estamentos públicos o privados, y que ya degeneró en hechos de violencia física contra periodistas y medios. Esto preocupa si observamos lo ocurrido en otros países, porque suelen ser estos los pasos iniciales para luego pasar a una estrategia de represión sistemática, que termina con la persecución a periodistas y el ahogo o el cierre de medios de comunicación.

¿Podríamos decir que dejar a los medios masivos sin publicidad estatal es una medida represiva a la libertad de expresión?

Volvamos a nuestra Declaración de Chapultepec, que expresa de manera contundente la visión de la Sociedad Interamericana de Prensa. El punto 6 dice que “los medios de comunicación y los periodistas no deben ser objeto de discriminaciones o favores en razón de lo que escriban o digan”, y el 7 advierte que “las políticas arancelarias y cambiarias, las licencias para la importación de papel o equipo periodístico, el otorgamiento de frecuencias de radio y televisión y la concesión o supresión de publicidad estatal, no deben aplicarse para premiar o castigar a medios o periodistas”. Conceptos muy similares están incluidos en el punto 13 de la Declaración de Principios de la CIDH, que además remarca que esas prácticas “atentan contra la libertad de expresión y deben estar expresamente prohibidas por la ley”. De hecho, hay sobradas muestras de que la escalada contra el periodismo independiente comienza con medidas de esta naturaleza, luego deriva en acosos administrativos, fiscales o judiciales, para terminar en medidas represivas más extremas.

Y, al contrario, ¿deben los medios que reciben publicidad del Estado ser sancionados por difundir información errada y de clara posición estatal?

Queda claro que el cuestionamiento es al manejo discriminatorio de la publicidad estatal, sea para castigar o para premiar a medios o periodistas. Las experiencias de observatorios de medios, públicos o privados, conllevan un alto riesgo de manipulación de parte de los propios gobiernos o de sectores sociales que buscan erigirse en defensores de la verdad. Cuando un medio entrega su línea editorial a cambio de una pauta publicitaria, la propia audiencia es la que castiga esa actitud dejando de consumir esos contenidos. Además, el verdadero compromiso con la libertad de prensa se demuestra cuando estamos dispuestos a aceptar la información que nos molesta, aquella con la que no coincidimos. Quien ejerce el poder debe responder a eventuales informaciones falsas con información real, con datos, con transparencia, no con censura y silenciamiento.  Porque en una democracia, nadie es dueño de la verdad.

El discurso oficialista es que el periodismo local es el enemigo del pueblo, pero por otro lado un sector de la prensa sostiene que Castillo debe ser vacado o, incluso, ir a la cárcel. ¿Qué acercamiento podemos tener ahí?

Es natural que existan tensiones entre los gobiernos y la prensa. Es natural y es saludable. Porque la misión de aquellos es gobernar y la misión de la prensa es mantener informada a la ciudadanía para que esta pueda controlar a quienes la gobiernan. Lo que no es saludable es que aquellas tensiones deriven en una ruptura total, en una permanente confrontación. Pero el camino no es firmar pactos de no agresión, sino por el respeto mutuo. Que la prensa investigue, denuncie, cuestione, promueva debates, aunque sin caer en agravios innecesarios, y que quienes gobiernan den plenas garantías para el libre ejercicio profesional, sin condicionamientos, sin presiones, sin descalificaciones. Si ambas partes cumplen su rol, podrán surgir consensos sobre temas que hacen al desarrollo nacional o la búsqueda del bien común. Y seguramente habrá muchas instancias donde predominarán las discrepancias, las miradas discordantes y, como decíamos, las tensiones. El desafío de un buen líder democrático, de un estadista, es convencer, no vencer; persuadir, no someter; enmendar errores, no disimularlos u ocultarlos para que la prensa no cuestione su gestión. Y el desafío del periodismo es ejercer su labor con responsabilidad, sin ceder a presiones, pero tampoco a eventuales prebendas. Porque unas y otras buscan ahogar la libertad de prensa y, con ella, a la libertad de expresión, sin la cual no existe plena democracia.

(*) Miembro del área de Comunicaciones.