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Entrevistas 15 de noviembre de 2022

Por: Juan Takehara (*)

Para analizar las similitudes y diferencias entre las protestas que tuvieron en Colombia y Chile entre 2019 y 2021, así como la emergencia de nuevos colectivos, esta semana conversamos con Fabio Velásquez, sociólogo por la Universidad Javeriana, de Bogotá, doctorado en Ciencia Política en la Universidad de Lausanne, Suiza y actual asesor ejecutivo de la Fundación Foro Nacional por Colombia. Fabio Velásquez se encuentra investigando estas manifestaciones sociales en el marco de un proyecto de IDEHPUCP con apoyo de la Fundación Ford.

¿Por qué es necesario para la región el estudio de los estallidos sociales en Colombia y Chile en los últimos años?

Las movilizaciones en Colombia – junto a otras en América Latina – han logrado una relevancia excepcional por el impacto inesperado que tuvieron en la vida social y política del país. Estos dos años en los que tuvieron lugar distintas acciones de protesta social marcaron un periodo diferente a lo que tradicionalmente ha sido la vida colombiana, pues no se había visto en las últimas décadas una fuerza social tan importante que representara el anhelo de un cambio estructural del modelo de desarrollo y del régimen político. Eso no significa que en Colombia no haya habido movilizaciones anteriores; al contrario, los estudios sobre luchas sociales en Colombia que adelanta el Cinep (el Centro de Investigación y Educación Popular) muestran que el país ha vivido una oleada de movilización desde mediados de los años 90, que ha venido creciendo con el tiempo, con cierta intermitencia, pero también con momentos de alta intensidad. Es un proceso ocurrido en los últimos 25 años, caracterizado por un protagonismo cada vez mayor de ciertos sectores de la sociedad civil que se han levantado contra situaciones de exclusión o para reivindicar intereses de sectores específicos: los campesinos, los mineros, los estudiantes, etc. Esta es la primera razón por lo cual me interesó mucho este estudio. Entender cuál es el significado de la historia de movilizaciones en Colombia y si la ocurrida en los dos últimos años tiene algo nuevo, alguna proyección distinta más allá de lo reivindicativo, y cuál ha sido el contexto en el cual el movimiento ha generado nuevas ciudadanías.

Una segunda motivación del estudio tiene que ver con las relaciones entre el Estado y la Sociedad en Colombia. He venido estudiando el fenómeno de la participación ciudadana durante 40 años, le hemos seguido la pista a su trayectoria desde los años 80. Y lo que hemos visto es una crisis de las instituciones participativas. En los años 80 y 90, como ocurrió en muchos países de América Latina, se instituyeron dispositivos de participación ciudadana, mecanismos de participación directa, consejos consultivos de muy diversa naturaleza, para que la gente pudiera tener un mayor acceso a la gestión pública y al diseño de políticas públicas. Esas decisiones participativas funcionaron en los años 80 y en la primera mitad de los años 90, pero luego comenzaron a perder legitimidad a ojos de la ciudadanía, fundamentalmente porque no eran capaces de resolver los problemas de la gente, ni llenar las expectativas con respecto a la incidencia en el manejo de los asuntos públicos. Esa crisis de las instituciones participativas fue lo que llevó a ciertos sectores de la ciudadanía colombiana, los sectores excluidos que vivían en la periferia del país, a tomar la iniciativa a través de canales no formales y de la movilización y la protesta social. Así, la protesta emerge como una forma alternativa de participación ciudadana que intenta dar respuesta a los déficits democráticos que mostraron las instituciones representativas y de participación del sistema democrático en el país.

A mi juicio, las movilizaciones de los dos últimos años contienen un mensaje claramente político: la crítica al sistema, al establishment, en cabeza de grupos sociales, especialmente de jóvenes,  que anhelan cambiar por completo las estructuras económicas y políticas del país. Más allá de lo reivindicativo, estos dos años de movilización muestran un sentimiento cada vez mayor, no solo de frustración y de desencanto con los actuales sistemas económicos y políticos, sino también un deseo de que haya un país distinto, un país con oportunidades para los jóvenes, en el que todos quepamos, donde haya justicia y reinen la paz y la convivencia. Lo que parece plantear esta movilización es la idea de un cambio político, del modelo de desarrollo y de las estructuras del régimen dominante.

¿Considera que una similitud entre ambas protestas es la inacción del Estado frente a los problemas que las motivan y el uso excesivo de la fuerza por la policía como respuesta a las movilizaciones?

Es muy interesante la similitud en ambos países respecto a la respuesta del Estado. En Chile, antes de las protestas, el presidente Sebastián Piñera decía: “nosotros vivimos en un paraíso”; cinco días después ocurrió el estallido. La respuesta de Piñera fue sacar a los Carabineros a la calle y disparar balas de goma que dejaron más de 300 lesionados en los ojos y más de 30 muertos. En Colombia ocurrió exactamente lo mismo. Cuando sucede la protesta, con el pretexto que había vandalismo y violencia entre los manifestantes, el gobierno saca a la calle el escuadrón antidisturbios (ESMAD). Hubo una fuerte represión, no solamente en el momento de la movilización; en esos dos años, las detenciones, las violaciones de mujeres en las estaciones de policía, los desparecidos, etc. generaron una preocupación tal que motivó la presencia de la CIDH en el país para ver qué había pasado exactamente. Hay una constante de respuesta represiva del Estado, que no contempla la posibilidad de sentarse a dialogar. La coincidencia en ambos países es que estaban gobernados por dirigentes de derecha que entienden que la protesta social más que un derecho es una violación del orden público, por lo cual, a su juicio, es necesario hacer uso de la fuerza pública para tratar de rescatar y recomponer el orden. Eso fue lo que ocurrió. La pregunta que uno se tiene que hacer es por qué estos gobiernos reaccionan de esa manera y no se sientan a conversar con los protestantes. Esto demuestra la ausencia de una cultura institucional del diálogo y la participación para resolver las tensiones y los conflictos. Lo que resulta interesante es que el gobierno colombiano se dio cuenta de que su acción represiva generó más rechazo. Ocurrió algo que no sucedió en Chile: una vez el gobierno saca la fuerza pública a la calle para reprimir el movimiento, este se fortalece, las solidaridades aumentan, las denuncias comienzan a aparecer a escala nacional e internacional. A fines de 2019, el gobierno dice: “bueno, vamos a conversar”, e instala unas mesas de trabajo cuyo único propósito era justificar el modelo de desarrollo y no dialogar con la gente ni escuchar a los protestantes. Dicha conversación no condujo a nada y quedó en el aire, entre otras cosas porque vino el confinamiento por la pandemia. La calma era aparente. La gente todavía mantenía su deseo de salir a la calle. En septiembre del 2020 vuelven las manifestaciones.

Hay un estilo de manejo de las protestas sociales en gobiernos de derecha, como los de Chile y Colombia, que se basan en la creencia de que se podrían enfrentar a través de la represión, cosa que en Colombia en particular no ocurrió; por el contrario, avivó la protesta y agudizó la confrontación. Todo ello culmina en una derrota parcial del gobierno al retirar la reforma tributaria, aceptar la renuncia del Ministro de Hacienda y retiran el proyecto de reforma al sistema de salud. En ese momento, cambia la conducta del Estado: apertura al diálogo, pero con bastantes condiciones (levantamiento del bloqueo a vías, por ejemplo) y, sobre todo, dilatación de los acuerdos para desgastar a los interlocutores. Más allá de la confrontación que hubo en la calle, también había una confrontación simbólica en torno a las narrativas que comenzaron a construirse por diferentes actores: el gobierno, el sector empresarial, los manifestantes, aquellos liderazgos de las primeras líneas. Tales narrativas plantean una disputa simbólica muy interesante entre narrativas que acompañan las acciones de lado y lado y ofrecen miradas diferentes del mismo proceso.

¿Es posible indicar que las consecuencias directas de las marchas fue la llegada de la izquierda al poder en ambos países?

Una de las preocupaciones en el estudio de estas movilizaciones es conocer sus consecuencias. Interesa entender lo novedoso en comparación con protestas anteriores, en términos de actores, repertorios de acción, narrativas, alianzas y solidaridades y reacciones del gobierno ante esa situación. A mi juicio, emergen nuevos sectores que nunca se habían vinculado a los procesos de protesta, las clases medias, los jóvenes de las primeras líneas que pertenecen a las barriadas populares. El fenómeno de la solidaridad, de los cacerolazos, de gente que poco a poco se vincula a las marchas, la contribución que hicieron los mismos jóvenes desde el punto de vista de la cultura y del arte. Esto es algo que no se veía en Colombia. También, en el campo de las narrativas observamos distintas formas de ver la realidad. En Chile, el estallido ocurre en octubre y en noviembre los partidos políticos llegan a un acuerdo sobre la convocatoria a una convención constitucional. En un mes los partidos políticos se dan cuenta de que allí hay un estallido social que está demandando algo nuevo. Y en ese juego partidista entró una parte de los partidos de la derecha. Esto es muy importante: el 80% de los partidos en Chile se reúnen un fin de semana y acuerdan realizar la convocatoria para la elección de la convención constitucional. Habría que ver qué tanto esa convención constitucional fue el producto solamente de un acuerdo partidista o si también intervinieron otros actores, incluidos los promotores de la movilización social. O para decirlo de otra manera: qué tanto la movilización tuvo que ver directamente con la formulación de la idea y con el acuerdo político firmado por las fuerzas partidistas. Mi impresión es que el movimiento social estuvo un poco marginado y solo después se fue sumando a esta iniciativa. Lo que queda claro es que, en Chile, los partidos políticos se dieron cuenta rápidamente de que tenían que formular un cambio porque, si no, el estallido social podía terminar fácilmente con la economía del país y ahondar las divisiones políticas.

No ocurrió lo mismo en Colombia. Aquí tuvimos una movilización desde noviembre, semanas después del estallido chileno que se prorrogaron, con cierta intermitencia, hasta julio de 2021. En Colombia los partidos políticos permanecieron totalmente ajenos al estallido. Uno que otro se pronunciaba, particularmente desde la izquierda, pero los demás partidos estuvieron ausentes de la movilización. Los partidos de Colombia no supieron interpretar lo que ocurrió – esa es una de mis tesis – no estuvieron a la altura de la coyuntura, no vieron el alcance que podían tener estas movilizaciones. Vieron en ellas procesos reivindicativos que podrían terminar en una negociación. Pero no fue así. En abril del 2021 la protesta creció y cambió su horizonte. Ya no se trataba de reivindicaciones particulares (universidad gratuita o mejores condiciones laborales para los sindicatos, o el reconocimiento de los indígenas o una política agraria). La cuestión era un rechazo a las reformas propuestas por el gobierno y el clamor por un país distinto, con una dirigencia política diferente. Sin embargo, el resultado no fue una Constituyente, como en Chile,  sino la caída de las reformas propuestas por Duque.

No obstante, estas movilizaciones tuvieron un sentido distinto: se convirtieron en un movimiento político no partidista que reivindicar la necesidad de un cambio de las estructuras económicas, sociales y políticas del país. Ese es quizá la tesis que más me interesa mostrar.

¿Qué se puede esperar,  en lo que se refiere a estallidos de protesta, dada la situación de inestabilidad regional?

Lo que queda es un panorama abierto. Hoy tenemos más preguntas que respuestas. Este no es solo un proyecto de investigación académica sino que busca formular algunas propuestas sobre cómo fortalecer el sistema democrático en Colombia, cómo hacer que las protestas enriquezcan la democracia, qué hacer con las instituciones representativas y participativas en crisis, qué hacer con las demandas sociales que hoy están en la agenda pública y que los gobiernos tendrán que atender, sí o sí. Eso va a implicar cambios en el modelo de desarrollo, cambios constitucionales de fondo. Creo que tenemos la oportunidad dejar volar la imaginación para formular propuestas que busquen siempre una consolidación de los sistemas democráticos, y un rescate del poder ciudadano. Hoy en día las democracias no pueden ser pensadas solamente en términos representativos. Cada vez más se deja sentir un poder ciudadano alimentado por las redes sociales, por las nuevas tecnologías, pero también por el hecho que la gente entiende mejor sus derechos y tiene capacidad de generar mayores alianzas para actuar colectivamente. Además, es evidente que los modelos de desarrollo que se impusieron en los últimos 30 o 40 años están agotados; existen nuevas agendas, como el cambio climático, el medio ambiente, la paz y la convivencia entre países. Hay una frase que es utilizada en los últimos años: saber que otro mundo es posible. Desde ya tenemos que imaginárnoslo. Estas movilizaciones están dando señales y pistas para construir esa utopía.

(*) Miembro del área de Comunicaciones.