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Opinión 2 de junio de 2020

Escribe: Ana Paula Penchaszadeh [1]

Estamos frente a un proceso ciertamente paradójico: las fronteras se han fortificado y debilitado al mismo tiempo. Veamos.

Por un lado, las fronteras no sólo han proliferado, sino que se han endurecido a niveles inéditos y excepcionales entre Estados, al interior de éstos y alrededor de nuestros espacios domésticos. Veamos.

Es preciso haber traspasado una frontera para devenir migrante. En el actual contexto, la figura del migrante se ha radicalizado con la imposición de las medidas de aislamiento social preventivo: hemos devenido todes, en cierta manera, migrantes. Hemos migrado a otro territorio (la casa), cuyas fronteras (los confines de nuestro espacio doméstico, hecho de paredes, ventanas, puertas y rejas) delimitan hoy nuestro nuevo “mundo”, ese territorio mínimo y vital donde debemos desempeñar todas nuestras actividades de subsistencia, de producción y de reproducción de la vida. En la misma medida, el espacio exterior se ha transformado en un mundo no habitable, no público, de distancia, des-relación, pues el COVID-19, ese “enemigo invisible”, podría estar alojado en cualquiera.

Ha desaparecido el mundo común que compartíamos cuerpo a cuerpo con otres. El ámbito público se ha reducido a su dimensión virtual y ha quedado subsumido en el ámbito privado. Paul Preciado describe este nuevo territorio de retención “privadísimo” de esta manera: “La nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio privado. Lesbos empieza ahora en la puerta de tu casa. Y la frontera no para de cercarte, empuja hasta acercarse más y más a tu cuerpo. Calais te explota ahora en la cara. La nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel”[2].

«Estamos viviendo el sueño fascista-nacionalista del cierre casi absoluto de las fronteras internacionales, con el consecuente fin de los regionalismos, y un despertar de los localismos al interior de los países.»

Hannah Arendt en La condición humana distingue el ámbito privado, como el espacio de la labor de nuestros cuerpos y sostén de nuestro ser biológico cuyo signo es la necesidad, del ámbito público, tejido de acciones y palabras con otres cuyo objeto y sentido es la libertad. Al migrar a nuestros ámbitos privados y domésticos, nuestro mundo se ha achicado (perdiendo así mundaneidad). Hemos devenido extrañes unes para les otres (fin de la pluralidad), seres de necesidad. En este mundo sin espacio público, sin la acción-palabra concertada con otres, lo único que queda es la política como administración (¡y cuánto deseamos hoy contar con Estados capaces de asegurar este mínimo de gestión!). El tiempo de la labor es circular, justamente, porque está asociado al ciclo vital de nuestros cuerpos requirentes (dormir, proveerse lo necesario, comer, bañarse, limpiar, ordenar, todos los días esa larga lista de deberes asociados a la mera existencia). La sensación que todes tenemos de desorientación temporal (“ya no sé en qué día de la semana estoy”) es indicativa de la fagocitación de nuestro mundo por lo doméstico. Como pequeñes soberanes histériques, patrullamos y cuidamos con frenesí estas nuevas fronteras de la necesidad y pronto vamos cediendo a su tiranía (la libertad, bien gracias…), el deseo de cuidarse se lleva bien con el deseo de control de todo y todes.

A su vez, estamos viviendo el sueño fascista-nacionalista del cierre casi absoluto de las fronteras internacionales, con el consecuente fin de los regionalismos, y un despertar de los localismos al interior de los países. Los aviones yacen inertes en los aeropuertos. En este “sálvese quien pueda”, los Estados-nación se han transformado, contra todo pronóstico (de izquierda a derecha), en los actores clave de la gestión de la crisis: ¡Nada más nacionalista que una crisis! Todos se preguntan “¿dónde está el Estado?”. Luego de años y años de políticas neoliberales y ataques sistemáticos a las políticas sociales y de bienestar, las respuestas claramente distan de estar a la altura de las necesidades sanitarias y económicas creadas por el coronavirus. A su vez, ahí donde los Estados no se han hecho cargo de la situación sanitaria, priorizando por ejemplo la continuidad económica a la salud, se ha hecho evidente: 1) que el virus se vuelve más contagioso y letal ahí donde no hay una política sanitaria y económico-social de contención pública; y 2) que, después de todo, el federalismo (la existencia de fronteras internas y la fragmentación provincial al interior de los Estados-nación) no es solo una ficción política. Para muestra un botón: en Estados Unidos, primerísimo en ranking de contagios, el COVID- 19 ha impactado de manera selectiva y mortífera sobre las poblaciones más vulneradas y rezagadas a nivel socioeconómico (la mayoría de les fallecides serían de origen afro y latino) y han proliferado de manera extraordinaria los localismos. En Argentina también estamos viviendo localismos atípicos y extremos: cada comuna, barrio, pueblo, localidad, ciudad, provincia ha construido nuevas barreras para protegerse y separarse del resto. Conclusión: las fronteras han proliferado al ritmo del miedo al contagio.

Pero, por otro lado, también resulta evidente que las fronteras nunca se mostraron más inútiles e inoperantes. Como bien señaló Judith Butler recientemente, el coronavirus es ajeno a la idea de territorio nacional y es una prueba fehaciente de nuestra interdependencia global: alguien tose en China y en pocas semanas cientos de miles de personas se enferman y otras miles mueren en el mundo. Se ha agudizado nuestra percepción del carácter obsoleto del concepto mismo de frontera: algo invisible atraviesa y penetra en todos lados, podría enfermar nuestros cuerpos y nos obliga a encerrarnos en nuestras casas. Pero las barreras se muestran vetustas: el acatamiento del aislamiento social estricto a nivel global es directamente proporcional a la asunción común del carácter espectral, omnipresente, incontrolable, de este virus del que cualquiera y cualquier cosa podrían ser portadores. Los rituales “a lo Chernobyl”, practicados a la hora de traspasar los umbrales domésticos y tantos otros umbrales, nos recuerdan la fragilidad de toda profilaxis y de toda barrera, así como la fantasía de contaminación detrás de todo proceso de limpieza y purificación: todes nos encontramos hoy atrapades en rituales obsesivo-compulsivos. Hoy somos todes como el personaje interpretado por Jack Nicholson en la película Mejor… imposible: encerrades en nuestras casas, inhabilitadas para la acción, pero conscientes de la inevitabilidad del contacto con otres y, eventualmente, con ese mundo externo del cual no podríamos sustraernos sin más (y esto es especialmente claro para aquelles para los cuales la cuarentena es un lujo que no pueden darse sin morir, al mismo tiempo, de hambre)[3].

Finalmente, el COVID-19 ha borrado otra frontera estructurante de nuestras formas de apropiación del mundo: aquella que separaba supuestamente de forma prístina a humanos y animales. La depredación del mundo animal por parte de les humanes y la vuelta como un boomerang de esa violencia contra nuestra forma de vida, pueden representarse en dos escenas: la ingesta de la sopa de murciélago (mito fundador de esta nueva era de desaceleración) y las distintas escenas donde les humanes nos encontramos hoy encerrades y les animales han recuperado su lozanía y libertad.

La humanidad se retira y el resto del planeta respira. ¡Qué gran laboratorio social, político, económico y ambiental que hemos creado! Hay quienes se entusiasman: “estamos frente a una revolución donde será posible trocar el individualismo en solidaridad, el consumo en frugalidad”. Efectivamente, ésta podría ser una oportunidad para repensar el vínculo humanidad-mundo, pero no nos entusiasmemos tanto.

Hasta ahora, la respuesta a este problema global ha sido estrictamente local y el coronavirus no ha hecho más que avanzar y agudizar las desigualdades e injusticias preexistentes. El riesgo, en este contexto, es alimentar involuntariamente ciertas vocaciones antihumanistas y asumir que el problema es la humanidad y no, por ejemplo, el anárquico sistema de producción capitalista que antepone el lucro de unes poques al bienestar de todes. No soy ni optimista ni pesimista: creo que tenemos que analizar críticamente los datos de este nuevo laboratorio en el que nos metimos y pensar otras formas de habitar con otres vivientes y no vivientes el mundo.  Para ello, es preciso revisar todas las fronteras y asumir nuevas responsabilidades hacia aquelles, hasta ahora, quedaron del otro lado, pues ahora somos les humanos quienes hemos sido expulsados súbitamente del mundo.


[1] Investigadora del CONICET y del Instituto de Investigaciones Gino Germani y Profesora de la Universidad de Buenos Aires.
[2] Lampedusa, una isla italiana situada en el Mediterráneo, y Calais, la “jungla” situada en la región de la Alta Francia, son dos lugares asociados con la política anti-inmigratoria europea y el fin de la solidaridad hacia migrantes y refugiades. La cita fue extraída del texto de Paul Preciado “Aprendiendo del Virus”, publicado en el Diario El País, 27/03/20. Disponible en: https://elpais.com/elpais/2020/03/27/opinion/1585316952_026489.html.
[3] Sobre las desigualdades e inequidades que se esconden detrás de la consigna #quédateentucasa, se sugiere la lectura del artículo “La cuarentena imposible”.  Disponible en: http://revistaanfibia.com/ensayo/migrantes-la-cuarentena-imposible/.