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Notas informativas 18 de octubre de 2022

Por Yvana Lucía Novoa Curich (*)

Hace unos días la Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, presentó ante el Congreso de la República una denuncia constitucional en contra del presidente Pedro Castillo Terrones. Esta denuncia responde a los diversos indicios recopilados por la Fiscalía durante los tres meses que duraron las diligencias preliminares, los cuales llevan a sospechar fuertemente sobre la comisión de delitos contra la administración pública y la pertenencia del presidente a una organización criminal. Los delitos de corrupción mencionados en la denuncia constitucional son el delito de colusión y el de tráfico de influencias.

La Fiscal argumenta en su denuncia que el Congreso de la República debe ejercer el control de convencionalidad a fin de permitir que las investigaciones contra Castillo Terrones puedan continuar y ser procesado penalmente. Y es que el control de convencionalidad es una obligación creada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) que emana del Artículo 2 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Así, el control de convencionalidad consiste en recurrir a los tratados internacionales y a la jurisprudencia de los tribunales en materia de derechos humanos para interpretar normas internas, así como para tomar decisiones a nivel estatal. En este sentido, la CoIDH ha establecido en la sentencia del Caso Gelman vs. Uruguay lo siguiente:

“239. La sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, lo cual ha sido así considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana. La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana, de modo que la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial.” [CoIDH, 2011]. (El subrayado es nuestro).

De esta manera, el Congreso de la República tiene la obligación de aplicar control de convencionalidad siempre y en todas sus decisiones.

Así pues, el control de convencionalidad es invocado en la denuncia constitucional ya que la Fiscal se ha acogido a la postura doctrinal por la cual se considera que los tratados de lucha contra la corrupción tienen naturaleza de tratado de derechos humanos, citando el artículo académico que quien escribe publicó en el año 2016. Dicho trabajo académico se titula “¿Son las convenciones de lucha contra la corrupción tratados de derechos humanos?”[1]. En este sentido, para la Fiscal, el Congreso debe hacer cumplir lo establecido en el artículo 30 de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción[2].

A fin de que un tratado sea considerado de derechos humanos, debe cumplir con tres características sine qua non (las cuales no guardan un orden jerárquico entre sí).  La primera está referida a que el objeto y fin del tratado sea la protección de la dignidad humana. Esto puede ser interpretado a partir de la lectura del preámbulo del instrumento internacional en conjunto con el cuerpo de sus disposiciones normativas.

De hecho, el preámbulo de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción indica que los Estados parte se encuentran “Preocupados por la gravedad de los problemas y las amenazas que plantea la corrupción para la estabilidad y seguridad de las sociedades al socavar las instituciones y los valores de la democracia, la ética y la justicia y al comprometer el desarrollo sostenible y el imperio de la ley”. Así, de una lectura sistemática del preámbulo junto con las disposiciones normativas del resto del tratado, podemos afirmar que “la  finalidad principal de las convenciones de lucha contra la corrupción es la protección y garantía de la dignidad humana y desarrollo de la ciudadanía de los Estados  parte  a  través  de  la  prevención  y  sanción  de los actos de corrupción, tal como ocurre con otros convenios  internacionales  antes  citados,  como  la Convención  Interamericana  para  Prevenir  y  Sancionar la Tortura, por ejemplo.”(Novoa, 2016).

En segundo lugar, las obligaciones contenidas en el tratado no deben tener naturaleza sinalagmática, es decir, obligaciones de cumplimiento recíproco entre los Estados parte. Esto significa que si uno de los Estados parte incumpliese alguna obligación del tratado ello no habilita a los demás Estados a incumplir el tratado. Y es que la Corte Internacional de Justicia indicó en su Opinión Consultiva de 1951 lo siguiente:

“En este tipo de tratados los Estados contratantes no tienen intereses propios: solamente tienen, por encima de todo, un interés común: la consecución de  los propósitos  que  constituyen  la  razón  de  ser de la Convención. Consecuentemente, en una convención  de  este  tipo  no  puede  hablarse  del  mantenimiento  de  un  perfecto  equilibrio  contractual entre derechos y obligaciones”.[3]

Considerar que un tratado de derechos humanos traza una obligación sinalagmática entre los Estados parte es someterlo al riesgo inminente de vaciar de contenido al tratado y dejar en desprotección absoluta a las personas que habitan el territorio de dichos Estados.

Por otra parte, una tercera característica es que los convenios de derechos humanos contienen un estándar de protección que constituye un piso mínimo de actuación para los Estados parte. Esto significa que estos no pueden retroceder o aplicar un estándar de protección de derechos menor al que el tratado establece. Sí pueden ser más protectores o garantistas de derechos humanos, por el contrario. Al respecto, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción contiene en su artículo 65 inciso 2 una referencia clara a la naturaleza de piso o estándar mínimo:

“2. Cada Estado Parte podrá adoptar medidas más estrictas o severas que las previstas en la presente Convención a fin de prevenir y combatir la corrupción”.Si se concluye que el objeto y fin de las convenciones anticorrupción son regular medidas preventivas, sancionadoras y procesales para luchar contra la corrupción en tanto esta última vulnera derechos, entonces el inciso 2 del artículo 65 debe ser entendido de la siguiente forma: los Estado parte pueden ser más estrictos con sus medidas de lucha contra la corrupción y, por lo tanto, más protectores de los derechos humanos que la corrupción amenaza y vulnera.

Pues bien, resulta indispensable recalcar que todas estas afirmaciones encuentran su sentido en el hecho de que la corrupción es un fenómeno criminal que no solo vulnera normas y principios éticos, sino que es un mecanismo que vulnera derechos fundamentales. Como mínimo transgrede el derecho a la igualdad y, en muchos casos, lesiona otros diversos derechos fundamentales de personas concretas. Peor aún, de personas en situación de vulnerabilidad.[4]

Finalmente, es importante hacer hincapié en que, independientemente de los intereses políticos en pugna detrás del caso Castillo Terrones, el control de convencionalidad constituye una obligación para toda autoridad o funcionario/a estatal. Igualmente, no puede perderse de vista la importancia de reconocer en las convenciones de lucha contra la corrupción su real naturaleza de tratado de derechos humanos. Si bien en nuestro país eso otorgaría rango constitucional al tratado, todo Estado parte está obligado a cumplir con los tratados en virtud del principio de cumplimiento de buena fe de los tratados y de la imposibilidad de invocar razones de índole interna o doméstica. Es decir, el rango que se le otorgue a nivel interno a un tratado internacional no determine su grado de vinculatoriedad. Los tratados tienen que ser cumplidos siempre, con mayor razón cuando los derechos humanos se encuentran en juego.

(*) Master en Derecho por la Universidad McGill, Canadá. Abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Cuenta con título de Segunda Especialidad en Derecho Público y Buen Gobierno por la PUCP. Docente del Departamento de Derecho de la PUCP. Miembro del Grupo de Investigación en Derecho Penal, Corrupción, Lavado de Activos, Trata de Personas y otras formas de Criminalidad (DEPECCO) de la misma casa de estudios. 

[1] Curich, Y. L. N. (2016). ¿ Son las convenciones de lucha contra la corrupción tratados de derechos humanos?. Themis: Revista de Derecho, (69), 301-314.

[2] En vigor para Perú desde el 2004.

[3] Opinión Consultiva del 28 de mayo de 1951 sobre la Validez de ciertas reservas a la Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio. Citado en: NOVAK TALAVERA, Fabián y Elizabeth SALMÓN GÁRATE, p. 63.

[4] Para mayor detalle sobre esto, revisar: Curich, Y. L. N. (2016). La corrupción como mecanismo de discriminación. Derecho & Sociedad, (47), 215-226. Asimismo, revisar: Lazarte, R. B., & Curich, Y. N. Un paso más allá de la teoría. Propuestas para efectivizar el vínculo entre corrupción y derechos humanos en la función de los tribunales.