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Opinión 17 de marzo de 2020

Escribe: Ramiro Escobar

De pronto, cuando estábamos sumergidos en la globalización, en el mundo digital, en procesos políticos turbulentos y en guerras civiles muy sangrientas, nos vemos como especie sacudidos por un virus que parece tener corona. Ha acaparado, de un modo imparable, las noticias, las decisiones políticas, las preocupaciones económicas. Ha hecho girar el mundo a su alrededor.

Ha afectado hasta a nuestra forma de saludarnos. Y aunque parezca exagerada su híper difusión en los medios era esperable: no hay otra cosa que haya alterado nuestra vida social, y global, de ese modo en los últimos tiempos. Por lo mismo, es necesario ver el asunto con lupa, acaso con microcospio, no sólo para ver sus alcances médicos sino, también, sociales y culturales.

Algo que resulta urgente, por ejemplo, es tomarle el pulso a, digamos, nuestras propias pulsiones. Hasta hace unos días, en nuestro país, el debate público todavía oscilaba entre el conspiracionismo o el alarmismo o la frescura. Hoy, que ya estamos en aislamiento social,  es imposible decir que el coronavirus es una gripe más o una exageración delirante.

Precisamente este punto es clave. Se dijo por varios días -y aún se dice- que su letalidad es baja, de sólo el 2 al 4%  entre los contagiados. Pero ocurre que para personas que pasan los 70 años, que tienen hipertensión, diabetes, cáncer u otra enfermedad que los consume, el porcentaje es mucho mayor. ¿Por qué demoramos tanto en asumir que ese también es un problema de todos?

En personas mayores de 80 años la mortalidad alcanza el 15%, según la revista médica Jama. A medida que se disminuye en edad, ese porcentaje baja. Si la esperanza de vida ha aumentado en el planeta, salvo en algunas regiones del África, resulta lógico que sea un asunto de interés público, salvo que ese sector etario, o el de las personas con enfermedades, no nos importe.

«No hay que ser un obsesivo comprador de papel higiénico para llegar a la categoría de virus social pernicioso.»

Lo mismo pasa cuando se  habla de lavarse las manos con agua y jabón a cada rato (un funcionario de salud dijo que una vez cada hora). Es asombroso ver cómo, casi sin dolor, se corre el riesgo de invisibilizar a una parte importante de la población que no accede el líquido vital a toda hora. O que lo compra de un camión cisterna, mientras no tenga una tubería al alcance.

Todos no estamos en las mismas condiciones y, por eso, este es un desafío para la solidaridad de quienes informamos  u opinamos en la privilegiada escena mediática. Y también para quienes nadan y chapalean, a veces de manera irresponsable, en la red de digital. La cantidad de fake news o de opiniones supuestamente autorizadas que circulan llegan a niveles de real epidemia.

Creer en cualquier cosa, o aprovechar para apedrear a las autoridades en un momento así, equivale casi a dispararle a los rescatistas luego de un terremoto. La crítica es irrenunciable, pero los delirios, o paranoias conscientes y felices, sí tendrían que ser exorcizados ya. No hay que ser un obsesivo comprador de papel higiénico para llegar a la categoría de virus social pernicioso.

Otro aspecto que resulta alarmante, en medio de esta crisis, es la cantidad de llamadas maliciosas o ‘bromistas’ a los teléfonos puestos por el Ministerio de Salud para reportar los posibles casos de COVID-19. No basta con condenarlas. Hay que ponerse a pensar por qué fueron tan voluminosas (llegaro a ser de 7 de cada 10), qué es lo que provoca esos impulsos extraviados.

No parece aventurado sugerir que se nota en estas derivas el rastro de cierto individualismo extremo que hemos alimentado por años. Esas llamadas necias, como la invasión irracional de los supermercados, e incluso la dejadez frente a la magnitud de la crisis, revelan una falta de cohesión social. Es algo siempre esquivo, claro, pero situaciones como esta miden su textura.

Desde la peste negra de la Edad Media hasta el SARS de comienzos de este siglo, estos patógenos no dejaron indemnes a las sociedades humanas, en sus distintas dimensiones. Que esto ocurra en medio de la era digital intensificada, donde se puede ejercer con cierta facilidad el ‘teletrabajo’ sin salir de casa, hace pensar que los virus informáticos no eran lo más importante.

A la vez asusta la delgadez de juicio que circula por la red y en el debate público. Nuestros abuelos, a comienzos del siglo XX (1918), tuvieron que enfrentar una pandemia de gripe que mató a más de 20 millones de personas. Lo hicieron  más desarmados científicamente. Hoy estamos menos desprotegidos en ese territorio, pero nuestra solidaridad es acaso más vulnerable.