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Opinión 15 de diciembre de 2017

Este año quedará marcado por el escándalo de la corrupción originada en la empresa Odebrecht y que compromete a políticos de las más diversas organizaciones. Y ello es un espectáculo que echa sombras al presente y futuro de nuestra democracia. De lo que nos hablan estas noticias cotidianas de denuncias, confesiones, delaciones, órdenes de arresto y medidas cautelares es de un serio extravío del itinerario de reconstrucción democrática iniciado tras la caída del autoritarismo fujimorista.

Es cierto que la actual corrupción no alcanza las proporciones grotescas que tuvo la empresa de desfalco estatal del fujimorismo. Y, sin embargo, plantear esa diferencia resulta magro consuelo, pues está claro que la democracia que creímos haber recuperado si bien ha sobrevivido institucionalmente y ha logrado mantenerse como un sistema continuo de libre competencia electoral por el poder, por otro lado se ha ido vaciando de contenido sustantivo. La venalidad de algunos políticos y la tolerancia o la complicidad de otros sectores de la sociedad son una expresión de ello.

Cuando se produjo la caída de la autocracia de los 90 se inició un serio esfuerzo por rehacer nuestras instituciones y, dentro de ello, se procuró reinyectar en la cultura política del país algún sentido de honorabilidad, esa fibra moral básica que el fujimorismo había destruido. Se instituyó, así, un sistema de lucha contra la corrupción, pensado inicialmente para investigar los crímenes pasados, ordenamiento que debió ser, además, el germen de un sistema aplicable en el futuro. Sin embargo, pocos años después ese proyecto fue erosionado y finalmente desmontado por los gobiernos sobrevinientes. Otro elemento central en ese período transicional fue aquel de restaurar algo tan elemental como el respeto a la verdad en los medios de comunicación del país. Se recordará que la gran mayoría de ellos fueron cómplices del gobierno de los 90 y se prestaron sin mayores escrúpulos a ser caja de resonancia de las mentiras y agravios realizados por ese gobierno malsano. La democracia restaurada, una vez más, titubeó y no acertó a idear un esquema de reforma que, sin atropellar la libertad de expresión, garantizara nuestro derecho general a ser bien informados. Pocos años después, un sector considerable de la prensa y de la televisión volvió a ser, prácticamente, lo mismo que fue en la década anterior: un conjunto de voceros de la mentira, de la tergiversación y de la expresión soez y banal. En suma, un conveniente aliado de la venalidad de los políticos o de su autoritarismo.

Hoy se celebra que un juez haya dictado mandato de prisión preventiva contra cuatro ejecutivos de las empresas más poderosas del país por su asociación corrupta con las prácticas de Odebrecht. Y, ciertamente, siempre es gratificante comprobar, aunque sea por excepción, que la justicia se aplica por igual a todos en el país. Pero eso no constituye sino un episodio en medio de un escenario mayor en el que los corruptos de ayer se erigen en los moralizadores de hoy y en donde el funcionamiento de la justicia todavía no pasa satisfactoriamente un examen de imparcialidad, presteza, oportunidad y solvencia.

Ciertamente, hay muchísimo que hacer…