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Opinión 10 de noviembre de 2017

Durante la década de 1990, asistimos a la consecución de diversos actos que minaron nuestra democracia. Desde el golpe de Estado cometido en abril de 1992, el régimen que nos gobernó durante aquella infausta década se encargó de desnaturalizar a las instituciones con las que contábamos, así como aquellas que se crearon en la Constitución de 1993. Y no han faltado quienes han pensado que, luego de más de década y media fuera del poder, el fujimorismo habría aprendido de los errores del pasado.

Desafortunadamente, parece que no hemos estado tan desencaminados quienes hemos sostenido que, más allá de alguna declaración suelta o una presentación en el exterior, la vocación autoritaria sigue dominando en el grupo que ahora conforma la mayoría en el Congreso de la República. Dos acontecimientos producidos en estos días, corroboran con creces esta afirmación.

Hace algunas semanas, abogados y procesados por el caso El Frontón presentaron una acusación constitucional contra cuatro magistrados del Tribunal Constitucional. El motivo era la rectificación de un voto sobre si este caso –en el que la CVR estableció que, luego de las acciones legítimas para develar un motín senderista, se produjeron ejecuciones extrajudiciales– era o no un crimen de lesa humanidad. Ciertamente, la decisión del TC podía ser discutible y, como han establecido varios abogados, únicamente se requería invocar la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para declarar que este caso no prescribía.

Sin embargo, hoy estos cuatro jueces constitucionales corren el riesgo de ser defenestrados de sus cargos, lo que acarrearía una situación arbitraria, dado que sería la segunda ocasión en la que el fujimorismo decide descabezar el TC en base a una interpretación jurídica que les es incómoda. Podemos estar de acuerdo o no con las decisiones del Tribunal Constitucional pero, ciertamente, castigar a cuatro magistrados por una interpretación jurídica que no era dolosa nos devuelve en el tiempo a dos décadas atrás.

Lo mismo ocurre con el Fiscal de la Nación. Podemos estar o no de acuerdo con la actuación de los fiscales en el caso Lava Jato, pero no se puede acusar al doctor Pablo Sánchez Velarde de ser una persona que actúa con incorrección o con un ánimo de perjuicio doloso contra una persona o agrupación política. Peor aún, una acusación constitucional no puede basarse únicamente en percepciones recogidas en encuestas o en recortes de periódicos con declaraciones de políticos.

Tan pobre fundamentación da cuenta que, en realidad, Fuerza Popular parece embestir a la institución encargada de la investigación de delitos precisamente por hacer su trabajo. Es público que se ha reabierto una indagación contra su lideresa y uno de sus principales financistas por presunto lavado de activos, cuestión que incomoda sobremanera en la bancada mayoritaria.

Haríamos bien los peruanos que no estamos de acuerdo con el accionar de la bancada mayoritaria en alzar más nuestra voz frente a posibles atropellos. No podemos únicamente movilizarnos en épocas cercanas a las elecciones o cuando el rumor de un posible indulto al expresidente Fujimori vuelva a tocar a nuestras puertas. Debemos ser fiscalizadores de un poder parlamentario que, en base a su número, cree manejar el país como su propiedad privada. No se lo volvamos a permitir.