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Opinión 28 de julio de 2017

Así lo propongo porque las Fiestas Patrias deberían ser un tiempo de meditación, una oportunidad para que reflexionemos qué es el ser peruanos y, por tanto, discernir qué significa estar orgullosos de esa peruanidad. Esta tarea de comprendernos a nosotros mismos, de autoexaminarnos, debería ser común y estar enriquecida por la diversidad de nuestras experiencias. Por ello, no pretendo ofrecer respuestas, que serían inevitablemente parciales, sino formular algunas preguntas que contribuyan a un discernimiento que nos toca a todos.

Los peruanos podemos preciarnos de la riqueza de nuestro territorio, de las grandezas de nuestra cultura, de una antigüedad que asombra al mundo. Pero quedarnos con esa visión resulta insuficiente, pues el presente nos impone tareas muy graves y urgentes.

Cuando revisamos la historia, aprendemos que, de un imperio agonizante y colapsado, surgieron las distintas naciones americanas. El Perú fue una de aquellas que germinó bajo la forma de una promesa de libertad e independencia, como un sueño republicano que convocaba a todos. Pero se trataba de una promesa destinada a ser, una y otra vez, incumplida. Los ideales ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad eran hermosas palabras que, en la práctica, sirvieron para ocultar profundas injusticias. Los caudillismos aparecieron como diversas formas de redenciones autoritarias que no permitieron el desarrollo de la autonomía y la democracia.

El devenir de nuestro país posterior a 1821 nos demuestra una dura realidad: que hasta hoy no hemos podido salir de las ataduras de la desigualdad y de la opresión. La exclusión nos golpea, en efecto, “a treinta minutos por segundo, paso a paso” como escribió César Vallejo. Y de resultas de ello muchas veces parece que hubiéramos aceptado esta debilidad como una condición que no nos concierne, que no estamos llamados a encarar o resolver.

Deberíamos realmente preocuparnos por saber si este Perú rico y diverso, de múltiples lenguas y visiones del mundo, abarca realmente a todos. Pero incluso ello no basta porque además toca plantearnos qué papel cumplimos personalmente en la construcción de esa peruanidad inclusiva y completa, que constituye la promesa fundacional de nuestro país.

Finalmente, en un mundo definido por la globalización y en el que la presión de responder ante el mundo resulta siendo preponderante, cabe preguntarse qué papel nos toca como peruanos, cuáles son los signos de identidad que ofrecemos a las demás naciones. ¿Queremos seguir siendo una nación dividida, que aún no ha podido hacer fructificar su diversidad?

La pregunta de aquel campesino de Ayacucho nos debería tocar a todos. Responderla no es una labor sencilla. Pero es un deber que nos impone la realidad de nuestro país, que a todos nos concierne.