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Opinión 24 de septiembre de 2018

Quiero decir, con esto, que no se trata únicamente de una crisis originada en un enfrentamiento de voluntades, aunque también sea eso en la superficie. Se trata, más complejamente, de una crisis institucional y de una crisis moral. Y ahí, en esa triple conjunción, se encuentra la naturaleza plenamente política de este atolladero.

La política es acción y voluntad, conjunto de reglas e instituciones que encauzan a aquellas y un repertorio de valores que dan sentido a todo lo anterior, y vemos que todo ello se encuentra colapsado o degradado en nuestro país.

Por ello, sin negar en absoluto la urgencia de respuestas normativas y organizativas a la situación presente, es indispensable que reconozcamos la dimensión moral de la crisis. Pero ya al señalar esto se evidencia un problema radical. Nuestra sociedad parece haber disociado completamente la idea de la política de toda noción de moralidad.

Quienes hacen política y quienes la comentan o estudian están de acuerdo en que hablar de moral es un signo de ingenuidad y una receta para el fracaso. La amoralidad, paradójicamente, se ha convertido en un valor y hasta en un signo de sagacidad. Y ese mensaje es comunicado a la ciudadanía más amplia por políticos, comentaristas y periodistas.

Empero resulta elemental que todos los miembros de la sociedad, y en especial quienes tienen la responsabilidad de conducirla, posean clara la conexión entre los valores y los resultados prácticos de la política. Después de todo, hay una clara continuidad entre el la repetida afirmación de pasadas campañas electorales –“roba, pero hace obra”— y lo que vemos hoy en el escenario político nacional y en los fragmentados escenarios regionales o municipales.

La deplorable composición del Congreso de la República y, dentro de eso, en particular, la de la mayoría que lo tiene maniatado, resulta también un claro reflejo de las prácticas entronizadas en la política electoral y hasta cierto punto avaladas por la ciudadanía: el reemplazo de la noción de partido político con ideología, programa, organización y bases por simples clubes que reclutan a desconocidos en vísperas de una campaña mediante un pacto de conveniencias: el “invitado” a postular ofrece fondos para la campaña y el “partido” le presta su nombre y, de ser el caso, la fuerza de arrastre de su candidato o candidata a la presidencia.

Decimos con frecuencia que las instituciones y su diseño son fundamentales, y eso es correcto. Pero no podemos olvidar que las instituciones, al fin y al cabo, son manejadas por personas. En los últimos años, los de mayor degradación de nuestra democracia, hemos visto a instituciones que fueron en un comienzo diseñadas aceptablemente y que hoy se han convertido en focos de corrupción avalados por autoridades encargadas y con el apoyo de fuerzas políticas más poderosas. Es, pues, el ruinoso juicio moral de esos políticos y de quienes, teniendo voz pública, toleran sus conductas como lo “normal” en política, lo que también nos ha traído a este punto: una democracia que parece no creer en su propio valor y sus posibilidades.