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Opinión 11 de julio de 2014

Muchos testigos y numerosos intelectuales han caracterizado a Auschwitz como el símbolo del “horror absoluto”. Sólo en aquel campo de concentración perecieron cerca de un millón y medio de seres humanos. Es un verdadero escándalo para la razón humana que en el siglo XX se condenara a personas a ser eliminadas o a padecer tratos crueles sólo por presentar determinados rasgos étnicos, pertenecer a una cultura, practicar una religión, o tener ciertas costumbres. Judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, fueron víctimas del régimen nazi. Observar que una nación que ha ostentado notables desarrollos en la ciencia, el arte y el pensamiento se haya visto seducida o secuestrada por una ideología fanática –violenta y profundamente racista– pone de manifiesto la fragilidad de nuestros recursos intelectuales y políticos.

Durante los primeros años de la guerra, el conocimiento disponible acerca de la existencia de los campos de exterminio era escaso. Los nazis se esforzaron por ocultar esa información. Se habían propuesto eliminar todo rastro de los terribles delitos que cometían. Se trataba de un “doble crimen”: el asesinato de personas y el borramiento de las huellas de lo sucedido. Más adelante la evidencia material y el testimonio de las víctimas revelaron una realidad a todas luces execrable.  

Hirsz Litmanowicz fue una víctima y es un testigo. El testigo llama la atención sobre un hecho concreto –terrible–, que también revela la posibilidad humana del mal en cuanto anulación de la vida y de la libertad. El testimonio pone de manifiesto que la Shoah constituyó una realidad. Los nazis edificaron una poderosa maquinaria que no solo aniquilaba la vida, sino que perseguía la aniquilación de la humanidad misma de las víctimas. Hicieron del exterminio una tarea cotidiana que coexistía con otras prácticas habituales de los perpetradores. Los nazis procuraron enfrentar a los judíos consigo mismos, creando una “policía judía” en la que su líder (el kapo) tenía poder de decisión sobre la vida y la muerte de los internos del campo. Primo Levi describe esta tenebrosa realidad con suma lucidez y contundencia moral. El testimonio echa luces sobre una verdad que todos debemos reconocer como tal, que los campos de concentración existieron, y que en ellos se desconoció toda medida humana.

“Todo lo recuerdo”, sostiene Hirsz Litmanowicz. Entonces era un niño, hoy tiene ochenta y tres años. Determinadas cosas no pueden –ni deben– ser olvidadas. Acoger y compartir sus palabras constituye una condición para enfrentar situaciones injustas desde un compromiso irrenunciable con la dignidad de los seres humanos.