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Opinión 7 de noviembre de 2013

Con frecuencia nos resulta difícil concebir quiénes somos y quiénes queremos ser como nación en los  términos de una comunidad política democrática. Ello se debe en parte al desprestigio de la política que impera en el país, y que se agudiza cuando precisamente pensamos la “política” a partir de la actuación de los políticos y los “sectores dirigentes” y no desde la responsabilidad que podemos asumir y desplegar nosotros como ciudadanos y miembros de esta comunidad. En parte también se debe al hecho de que no hemos generado aún una cultura de respeto por las diferencias en el país. Todavía en el siglo XXI la discriminación por razones étnicas, culturales, religiosas o por motivos de clase social,  género y sexualidad sigue siendo una lamentable realidad en el Perú. Sólo podemos hablar propiamente de la existencia de una genuina comunidad política desde el reconocimiento de los derechos de todos los individuos sobre la base de la libertad y la igualdad ante la ley.

Pertenecer a una comunidad política como ciudadano implica contar con las condiciones –vale decir, los derechos y las oportunidades– para participar en los espacios del mercado y del ámbito público. Una sociedad realmente justa combate la exclusión política y socioeconómica tanto como la discriminación étnica, cultural y sexual. La exclusión y la discriminación son expresiones de violencia que minan el desarrollo, debilitan severamente las instituciones y truncan el curso de vidas humanas concretas. Combatir estos males implica diseñar e implementar políticas concretas en materia de inclusión de las diferencias.  Ser un ciudadano supone ser reconocido como titular de derechos universales que pueden ser invocados y puestos en ejercicio ante el Estado y el sistema legal internacional. Ser miembro de una comunidad política implica además ser parte de una historia común y de un proyecto compartido, expresiones de sentido susceptibles de crítica y reformulación. Somos convocados a este proyecto desde nuestras experiencias personales y locales, para incorporar nuestras preocupaciones y aspiraciones, velar por el cumplimiento de la ley y supervisar la gestión de nuestros representantes elegidos.

El ejercicio de la ciudadanía constituye una invitación a combatir las desigualdades y a apreciar la diversidad. Las desigualdades socioeconómicas y políticas desconocen los derechos básicos de las personas y socavan sus libertades esenciales. La diversidad de concepciones del mundo y las diferentes formas de vida –personales y colectivas– no constituyen un impedimento para lograr una vida común de calidad. Todo lo contrario. La comunicación fraterna de las diferencias no permite aprender de otros credos y visiones de la vida, así como descubrir semejanzas y puntos de encuentro que son propios de la condición humana y del hecho de compartir un espacio común. La nación peruana debe convertirse en un espacio común que pueda ser habitado por diversas interpretaciones de la vida, confesiones y culturas, un espacio común administrado con justicia y respeto, constituido por normas y principios que podamos elegir en conjunto, que observen nuestros derechos y libertades fundamentales. Un espacio abierto a todos los peruanos.