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Opinión 15 de mayo de 2015

Resulta cierto que la autoridad estatal debe restablecer el orden y salvaguardar los derechos de los ciudadanos que no protestan o que son atacados por quienes se manifiestan en contra de estos proyectos y que en ocasiones son personas infiltradas que buscan solo provecho político.  Sin embargo, ello no implica que la Policía Nacional deba tener carta blanca para vulnerar los derechos de quienes participan en esas manifestaciones. Por el contrario, la actuación del Estado debe sujetarse al irrestricto respeto del derecho a la vida y a la integridad personal. Desafortunadamente, hace algún tiempo, se han dictado diversos dispositivos legales que intentan reducir o eliminar la responsabilidad penal de miembros de las fuerzas del orden que hayan cometido actos ilegales en estos contextos. No solo me refiero aquí a lamentables muertes de compatriotas producidas en los últimos años sino también a  penosos sucesos como el ocurrido hace poco y  en el  que un policía quiso, dolosamente,  implicar en actos violentos a un manifestante. 

No estamos ante un problema que pueda solucionarse exclusivamente mediante un simple cambio de leyes. En los últimos días se ha recordado un ya antiguo informe sobre seguridad y derechos humanos en sectores extractivos (IDEHPUCP 2013)  que señalaba la existencia de convenios entre algunas empresas mineras y la Policía Nacional del Perú  para  que esta les brindara resguardo a cambio de una remuneración.  Hechos así resienten  las relaciones entre las comunidades y las fuerzas del orden, ya que pueden ser vistas, entonces, como la custodia rentada de corporaciones de las que se desconfía. Las autoridades anunciaron en su momento que esta situación debía solucionarse y se postuló la creación de un cuerpo especial disuasivo que no dependiera de estos contratos. Dos años después, no se ha hecho nada por remediar este problema. 

La solución a este tipo de conflictos pasa por el establecimiento de consensos razonables en los que poblaciones y empresas, de algún modo, se asocien para un común goce de beneficios  respetando, claro está, el medio ambiente y una naturaleza pródiga cada vez más amenazada.  También  por una mayor presencia de los servicios del Estado en las zonas mineras: ella ha de asegurar el bienestar de las poblaciones concernidas, ajustarse a la ley y evitar en lo posible las acciones violentas que, sin duda, frustran cualquier proyecto y perjudican la vida social y el desarrollo del país.