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Opinión 3 de septiembre de 2018

La Comisión asumió el proyecto –conforme al mandato que la constituyó como tal– de esclarecer el período de violencia sufrido por los peruanos, proponer recomendaciones y reformas institucionales conducentes a la reconstrucción de los lazos sociales entre los ciudadanos, así como diseñar un plan de reparaciones con el propósito de restituir a las víctimas los derechos y oportunidades que les fueron arrebatados por la violencia terrorista y por la represión de las fuerzas del Estado.

El Informe Final ha planteado a los peruanos un dilema moral y social muy importante, que interpela nuestra actitud frente al escrutinio de la memoria: observar con detenimiento nuestro pasado, para no repetirlo y optar por la justicia, o guardar silencio frente al sufrimiento de miles de nuestros compatriotas. Esta situación pone a prueba la entereza moral y el sentido de solidaridad de nuestra sociedad.

Sólo si somos capaces de ver con coraje nuestros errores podremos ser capaces de prevenir una tragedia similar. Es lamentable constatar que, pasados quince años, las condiciones sociales y culturales que propiciaron el surgimiento de la violencia en el país. Las profundas desigualdades entre los peruanos, la discriminación como una práctica habitual, así como la presencia de una cultura autoritaria que permite la acogida de ideologías fundamentalistas y violentas por parte de un sector de nuestra población constituyen factores que no han sido combatidos con firmeza por el Estado.

La desidia y la indiferencia de nuestra “clase política” frente a las políticas de los derechos humanos conspiran en favor de esta situación. Los políticos hoy en actividad – buena parte de ellos todavía en ejercicio – no se han preocupado por discutir e implementar las recomendaciones y reformas propuestas por la CVR. De hecho, nuestros políticos se han esforzado por impedir que la reconstrucción de la memoria se conciba como una tarea fundamental para la afirmación de la democracia en el Perú.

Han bloqueado cualquier intento por estudiar en la escuela de manera rigurosa y honesta el conflicto armado interno, sus causas y su impacto en la sociedad. Los sectores políticos que hoy tienen mayoría en el Congreso de la República incluso se han dedicado a atacar directamente cualquier iniciativa para incorporar el trabajo de la memoria para edificar una cultura política democrática e inclusiva.

Nuestras autodenominadas “élites” no comprenden que una sociedad sin memoria e identidad no es realmente viable en términos de desarrollo humano y democracia. Aproximadamente 69, 280 compatriotas murieron o desaparecieron durante el conflicto armado interno. 90 % habitaban el campo, 75 % eran hablantes de lenguas andinas o amazónicas.

Las víctimas de la violencia han sido fundamentalmente las personas que pertenecen a los grupos que secularmente han sido discriminados o excluidos por razones de raza, cultura o estatus social. La indolencia de nuestros sectores dirigentes reproduce aquella situación de violencia. Mientras las exigencias de las víctimas en materia de verdad, justicia y reparación sean desatendidas por el Estado, la meta de construir una sociedad justa y democrática permanecerá en el terreno de la utopía.