Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 30 de septiembre de 2016

En el Perú logramos el cese de la violencia armada y del abuso autoritario desde la cúpula del poder hace quince años. Pero no hemos avanzado lo suficiente en sustituir el discurso público que se fue labrando en aquellos años con otra forma de comunicarnos que resulte más conducente a un orden democrático y una forma de convivencia menos crispada.

Me refiero a la subsistencia de un lenguaje público autoritario y virulento en muchas tiendas políticas y en los medios de comunicación. Se trata de una suerte de “retórica de guerra” que siempre está lista a intuir “amenazas” a la Nación para demandar más autoritarismo y para desacreditar a aquellos que, desde el mundo de los derechos humanos o desde la promoción de la democracia, abogan por el respeto a las leyes y por el fortalecimiento del Estado de Derecho.

Por otro lado, mientras se mantiene esa retórica, es poco lo que se hace para desarrollar un esfuerzo pedagógico genuino que afirme la cultura, la tolerancia y la comprensión entre todos nosotros, en suma los valores democráticos que expresan una ética social de la cual se alimenta el Estado de Derecho.

Nuestro país sufrió una gran tragedia por la violencia iniciada por Sendero Luminoso. Ese grupo terrorista fue derrotado y debemos trabajar para que sea imposible que vuelva a ser una amenaza armada como lo fue en los años ochenta y noventa. Y, sin embargo, quienes dirigen el Estado y las organizaciones políticas incurren en una grave negligencia al cerrar los ojos a las tareas más exigentes de la paz. Eso ocurre, al descuidar esa gran labor pedagógica que inmunice a toda nuestra sociedad –y en particular a las generaciones más jóvenes– y que se expresa en combatir el llamado a la violencia, el rechazo de las propuestas totalitarias, así como la condena de las declamaciones extremistas que desprecian la vida y la dignidad humanas. La formación en derechos humanos y la práctica de la memoria en la escuela –una memoria fiel a los hechos y procesos y al mismo tiempo adherido a un marco de valores humanitarios y democráticos– constituye una pieza clave para la desactivación del lenguaje de la violencia. Y, también importante como eso, es la necesidad de cambiar nuestros modos de comportamiento y de discusión en la esfera pública, la restauración del sentido de veracidad y de honorabilidad en el debate político, el destierro de las costumbres sectarias.

Un ambiente de paz y de democracia demanda una transformación más amplia. La paz no se define solo por negación de la violencia. La democracia no se agota en votar cada cinco años. Trabajemos para una comprensión más auténtica de esos valores. Solo así será posible el practicarlos.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(30.09.2016)