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Opinión 1 de diciembre de 2013

Efectivamente, Francisco invita a los fieles a “estudiar los signos de los tiempos” en la perspectiva del “discernimiento evangélico”, a saber, la disposición a examinar la realidad que nos rodea a la luz de los principios y el modo de vida que formula el Evangelio y el Espíritu que lo anima.  El documento constata la existencia de un sistema social y económico que, a juicio del Papa, no es coherente con el cuidado de la dignidad humana ni con las exigencias básicas de la justicia. “No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra en el juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida” (pp. 45-46). La falta de empatía con los demás fortalece esta clase de violencia, que tiende a desechar a quienes no responden a los esquemas de eficacia propios de la lógica del mercado. El Pontífice rechaza la teoría del “derrame” –el célebre “chorreo” que defienden tantos economistas– como un mecanismo espontáneo de justicia social y equidad; esa fe ciega en el sistema y en quienes lo promueven, sostiene, no se condice con los hechos.

El texto cuestiona severamente un estilo de vida egoísta y excluyente, que impera en la cultura contemporánea y que va minando silenciosamente los lazos de solidaridad entre las personas, así como el compromiso con el destino de los sectores más vulnerables de nuestras sociedades. Se ha instalado así una “globalización de la indiferencia”, pues el énfasis en la competencia nos hace pensar que la suerte de los más débiles no es nuestro problema. En la perspectiva del homo economicus, cada cual contaría solo para sí mismo, la pobreza sería una consecuencia de la falta de ingenio o de laboriosidad. Esta mirada indolente invisibiliza la situación de injusticia que padece la población excluida. Francisco indica que el culto al lucro y la obsesión por el consumo constituyen una nueva versión de la idolatría del becerro de oro (p. 47). Como sentencia el Evangelio, no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero.

Esta situación de injusticia quiebra inevitablemente toda forma de armonía social y genera formas de violencia. “Hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos”, advierte el Papa, “será imposible erradicar la violencia” (p. 49). Claras y firmes palabras que ponen de relieve la existencia de estructuras de pecado que son incompatibles con los principios medulares del cristianismo. La preocupación por el Reino de Dios implica denunciar aquellas formas de extrema desigualdad y procurar restablecer las formas básicas de comunión interhumana. Esta disposición ética recoge el espíritu del profetismo bíblico, a la vez que expresa un motivo fundamental del Concilio en materia social. El papa Francisco reafirma con este documento su vocación por fortalecer una Iglesia encarnada, profundamente interesada en la promoción de la fe y la justicia en los diferentes espacios de la vida cotidiana.