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Opinión 24 de julio de 2013

El Congreso de la República dejó transcurrir un largo tiempo sin elegir a los miembros del Tribunal Constitucional, al Defensor del Pueblo y a los integrantes del Banco Central de Reserva. Cuando finalmente lo hacen los grupos políticos, con representación en el Parlamento,  entablan  una serie de negociaciones que consagran cuotas de poder en estas importantes instituciones, que deberían mantener necesaria independencia respecto de los partidos y el propio gobierno.

 La actitud de nuestros políticos realmente desconcierta –para usar un eufemismo–. El tema se ha manejado de manera irresponsable y sin tomar en cuenta los más elementales principios de la ética pública. No se ha pensado en la institucionalidad del país, en su importancia para el fortalecimiento de nuestra democracia y la defensa de los derechos humanos y en la defensa de las libertades básicas de los peruanos. Tampoco se ha pensado en las condiciones de excelencia académica y profesional de los candidatos, ni se ha puesto énfasis en su trayectoria de probidad o en sus credenciales democráticas. Se ha elegido a estas autoridades a partir de un criterio mezquino, estrechamente político y se ha seleccionado a los candidatos entre militantes o simpatizantes de los partidos, dividiéndose el número de cargos entre las organizaciones políticas más influyentes en el Congreso.

Otras fuerzas políticas han pretendido obstaculizar estas componendas para promover silenciosamente la continuidad de las autoridades en ejercicio pero, algunas de ellas en el pasado, han utilizado ese mismo criterio bastardo del negociado y las influencias. La cuestión fundamental, acerca de quiénes serían los personajes idóneos para componer una institución que interpreta y examina el carácter constitucional de todo orden normativo, o respecto de quién debería estar al frente del organismo que debe defender los derechos de los ciudadanos, no ha constituido  en absoluto  el tema sometido a debate.

Este tipo de situaciones críticas no solo genera un enérgico llamado de atención a quienes militan en partidos políticos,  los que con su anuencia arrebatan legitimidad a sus asociaciones y se hacen cómplices de faltas graves contra la ética del cuerpo social. Estas circunstancias deberían interpelarnos  también a todos nosotros en tanto ciudadanos, como actores políticos y no simples observadores pasivos  de lo que sucede en el país. La ‘cosa pública’ es nuestra, nos concierne. Son nuestras leyes, nuestros procesos legales los que serán examinados. Son nuestros derechos los que tendrán que ser defendidos, incluso frente al Estado central. Esas decisivas tareas pueden llevarse a cabo bien o mal, con genuino conocimiento legal o sin él. Ello dependerá de los que han asumido los cargos de responsabilidad señalados en las instituciones mencionadas. El modo cómo los congresistas han decidido determinar su composición nos inclina a un fundado pesimismo que nos hace considerar con temor lo que pueda ocurrir en el seno de la vida comunitaria y en el ámbito personal.

Fuimos nosotros los que los elegimos: debemos revisar nuestros criterios de elección para el futuro. Frente a lo ya ocurrido nos toca ahora organizar las formas a través de las cuales fiscalicemos el ejercicio de la función pública de las autoridades recientemente elegidas. Necesitamos fortalecer las instituciones y hacer de la actividad política una práctica cotidiana que busque devolverle al ciudadano su dignidad que, una vez más, ha sido menoscabada.