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Opinión 6 de febrero de 2013

Frente a ello es necesario reiterar que la verdadera educación universitaria entraña exigencias que trascienden los límites del mercado y que se reclaman, más bien, de la solidaridad, de la vocación, del afán de entrega y, en fin, de aquella compleja red de sentimientos y razones que constituyen el ser humano. Y esto lo expresó muy bellamente Luis Jaime Cisneros: El hombre del que hablo no se reduce a la triste acepción que el diccionario puede ofrecer a la curiosidad lexicográfica, sino que es una realidad concreta hecha de sentimiento y pasión, de espuma incandescente, sobre la que puede actuar el poderoso impulso que hace avanzar a la ciencia y progresar el mundo. Porque preparamos hombres es que la universidad es “formadora”. Formar significa, por cierto, educar. Y educar no es “dirigir” sino orientar fuerzas ocultas que anidan en la mente y el espíritu de los jóvenes, y ayudarlas a florecer.

La Universidad, como bien nos lo recuerda Luis Jaime, es, por sobre todo, casa de formación. Por ello, quienes acuden a ella no deberían hacerlo simplemente para que se les enseñe a ejercer una profesión ni para recibir diplomas o fáciles recompensas. Deberían hacerlo para aprender a ejercer a plenitud su libertad, para comprender con discernimiento la complejidad del mundo, para entregar su inteligencia y su voluntad a fines que nazcan de valores superiores.  

Ello implica, entre otras muchas cosas, que el maestro enseñe con el ejemplo: atendiendo a toda interrogante, mostrándose inconforme ante lo evidente, guardando la esperanza de hallar siempre nuevas respuestas. El buen maestro es, en definitiva, quien primero se reconoce como un permanente aprendiz. 

Se dirá que hoy en día semejante orientación de la enseñanza es improbable, que se viven tiempos poco propicios para la reflexión y la fe, que los estudiantes de esta época se han criado en el culto a la imagen y la información abundante e inmediata, y que por eso exigen respuestas prontas y eficaces. 

Todas ellas son observaciones apresuradas, que no hacen sino describir superficialmente un panorama que en realidad es muy complejo y en el cual pueden observarse muchas más posibilidades. En todo caso, nada de ello exime a los docentes universitarios de la tarea de hacerles comprender a sus alumnos que, tras ese caos aparente y la rápida marcha de la vida moderna, se halla siempre latente un camino hacia la verdad y la realización de los sueños de la humanidad. Porque a la Universidad le compete realizar todos los esfuerzos necesarios para encontrar esa senda y enseñar a los hombres a emprenderla, pues esa será la única manera de lograr que aquello que conocemos como una nueva época pueda pronto ser verdaderamente llamado un tiempo mejor.

La República