Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 12 de agosto de 2013

La lectura orienta nuestra capacidad de juzgar y forja nuestro carácter. Nos invita a explorar la densidad y complejidad de otras vidas y examinar otros modos de valorar la existencia. Nos permite comprender y cuestionar las decisiones de personas que tienen otras costumbres, profesan otros credos y abrigan otras aspiraciones para sus vidas. Los grandes libros hacen posible que nos acerquemos, no con la claridad del principio racional, sino con la perspicacia propia de la sabiduría práctica, a la particularidad de las vidas de seres concretos, que tienen que enfrentar situaciones adversas o propicias respecto de sus anhelos cotidianos, circunstancias que ponen a prueba sus capacidades y disposiciones morales. Adentrarse en la lectura implica poder sentir la tristeza o la indignación de la víctima que padece un mal inmerecido, vibrar con el reencuentro de los seres queridos tras una larga separación propiciada por los dioses. Las grandes obras alientan el desarrollo de la empatía a la vez que promueven el discernimiento en torno a situaciones críticas de  nuestra propia vida.

El tipo de reflexión que ofrece la literatura nos sitúa en medio de dilemas morales concretos, que los personajes afrontan poniendo en juego no solamente su capacidad para comprender y actuar sino también nos acerca a  sus actitudes emocionales y a su manera de procesar su propia historia personal. Son justamente esas situaciones, en las que es necesario optar, en las que se  someten a prueba tanto los principios que rigen realmente sus acciones como sus competencias para interpretar acertadamente las situaciones que enfrentan y las relaciones que entablan con otras personas. Las novelas y las obras teatrales nos exhortan a ponernos en el lugar de los personajes que enfrentan tales circunstancias, lo que nos permite formar y sopesar nuestra propia capacidad de comprometernos con el otro. Las obras literarias pueden fortalecer nuestro sentido de solidaridad y de justicia.

Las novelas y las obras teatrales pueden asimismo promover un sentido firme de ciudadanía y afirmar la cultura de los derechos humanos. El compromiso con los derechos universales requiere tanto de convicción y lucidez en materia de la reflexión y la observancia de las normas como disposiciones para el reconocimiento del otro y de las situaciones de injusticia que enfrentan y en tal circunstancia las obras literarias interpelan a la vez nuestra mente y nuestro corazón. Las distopias que retratan Un mundo feliz y 1984 –por citar solo un caso– nos describen un sistema de instituciones en los que la libertad individual no tiene lugar y en el que las diferentes situaciones de la vida pública y privada de la gente no escapan a la mirada vigilante de los gobiernos. Estas narraciones distópicas nos invitan a pensar las condiciones del ejercicio de la libertad (y las condiciones de su pérdida). De hecho, nos interrogan acerca del lugar de la autonomía en nuestras vidas y su valor como un principio rector para una sociedad justa y razonablemente estructurada. La lectura de obras literarias promueve este ejercicio moral tan importante y nos remite hacia nuestra propia existencia para preguntarnos acerca de su valor y sentido.