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Opinión 9 de agosto de 2014

Cada institución educativa superior digna de ser calificada de universidad posee el derecho de desplegar un acento singular, su propio espíritu. Pero no puede sin embargo renunciar a ciertas tareas que son esenciales a la misión universitaria. Una de ellas es la de contribuir al desarrollo de la comunidad con la que está vinculada, no solamente formando profesionales sino respondiendo de manera activa y concreta a las necesidades del entorno.

Esto es connatural a la universidad ya que, siendo una casa de desarrollo de ideas, son las propias demandas de la comunidad próxima las que inspiran la búsqueda de respuestas, el planteamiento de nuevos desafíos, la ejecución de tareas. Se puede decir que una universidad ocupada tan solo en graduar profesionales pero que no atiende a la sociedad que la rodea no está formando personas verdaderamente capaces. 

El vínculo, pues, entre universidad y sociedad no es una relación complementaria, optativa. Es un elemento crucial para la formación misma de sus estudiantes. 

Hay que tener en cuenta que la educación es una misión siempre en desarrollo y que esto significa que los conocimientos cambian, que las tareas de las profesiones se amplían y se diversifican al punto que incluso nacen nuevas especialidades.

Por ello mismo no puede haber tal cosa como una universidad dedicada a vender un producto llamado educación a cambio de dinero. La educación es acción, es un proceso desarrollado por el profesor y el alumno en un ambiente especialmente acondicionado para la crítica. Y un elemento fundamental en ese trascurrir es el observar a la sociedad, comprender sus circunstancias e intervenir cuando sea conveniente y posible. 

En la universidad los problemas son más importantes que las soluciones ya consabidas. Un verdadero universitario no es el poseedor de un conjunto de saberes sino un observador y un actor social que se especializa en desarrollar ideas para los problemas de su tiempo. 

Se ha pretendido sustituir la vinculación entre universidad y sociedad por la relación de universidad y mercado. Pero en esta perspectiva la primera aparece como sujeta a la segunda, convirtiendo a la educación en simple servidora de algunos intereses y ciertas visiones restrictivas de la sociedad. 

Frente a ello, la universidad debe recuperar su papel de “autora de su tiempo”. Este papel crítico es el nutriente de su poder para transformar. Pero es solo posible si su atención está puesta en el conjunto de escenarios que forman la sociedad y no en el reducido campo mercantil.

A la universidad le compete propiamente el desarrollo humano, lo que implica, como sostiene Martha Nussbaum, cubrir los aspectos diversos de las capacidades humanas. Cada desafío de la sociedad peruana, cada reto local, especialmente el más difícil, debe ser tomado por las universidades como una reafirmación de su razón de ser.