Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 10 de febrero de 2015

Es posible que esa observación resulte exagerada o de aplicación parcial. Pero quien se tomara el trabajo de observar el devenir de la política peruana en estos días encontraría mucho sentido a lo señalado por Revel y ello debido a la forma desembozada en que las autoridades han hecho de la falsedad toda una estrategia política y también por la manera complaciente con que algunos grandes medios de comunicación se ponen al servicio de esas mentiras.

Habrá quien diga que resulta ingenuo esperar de la práctica política un respeto escrupuloso a la verdad. Esa observación, siendo tal vez pragmática, procede de una versión desencantada de la política y de una resignación a que ella sea desfigurada de modo que en lugar de representar el ámbito de la búsqueda del bien común ella se convierta más bien en el espacio del aprovechamiento y de la acumulación cínica del poder. 

Pero, además, la forma cotidiana y concreta en que se practica la mentira oficial en el Perú de hoy, y la impunidad casi absoluta con que se utiliza la falsedad, nos hablan de un mundo público muy degradado y de una silenciosa, pero efectiva, destrucción de nuestra democracia. El relativamente reciente caso de una autoridad –nada menos, la autoridad máxima de la capital– publicando un comunicado en los que altera el texto de una norma legal para justificar el despido arbitrario de numerosas personas es un ejemplo bastante elocuente y penoso de lo que señalamos. Un ejemplo que, además, adquiere sentido más grave cuando comprobamos el silencio de las autoridades judiciales y de una gran porción de la prensa ante un acto que, normalmente, debería sumir en el descrédito a quien lo realiza.

Se ha dicho varias veces, al hablar de la frágil salud de las democracias contemporáneas, que estas hoy en día ya no sucumben por la intervención súbita, violenta y lapidaria de los ejércitos, como solía suceder hasta hace pocas décadas. El tradicional golpe de Estado  ya no es más el peor enemigo de nuestras democracias. Estas, hoy, se descalabran  más bien por inanición, por falta de legitimidad, por carencia de credibilidad entre aquellos que deberían ser sus principales defensores: los ciudadanos.

Es necesario que recordemos  que la forma en que nuestras autoridades desdeñan toda discusión sustantiva sobre el Bien Público constituye  un atentado constante contra nuestro orden democrático y una grave deficiencia en el terreno de la ética social. Eso también ocurre en la monolítica indiferencia ante la suerte de los desposeídos, de aquellos asediados por la pobreza, por la exclusión, por la negación de sus derechos fundamentales como la atención en salud y educación. A esa negligencia se añade ahora esta ofensiva mendacidad: clara herencia de los años del fujimorismo que los políticos de hoy, lejos de repudiarla y de sustituirla por esa pedagogía cívica que es su deber practicar, insisten en ofrecernos como forma aceptable de la “viveza criolla”.

(13.02.2015)