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Opinión 18 de marzo de 2015

Los conflictos armados suponen situaciones de violencia que impactan, en modo diferenciado, a los seres humanos, dependiendo del género al que pertenezcan. Si bien, en principio, las normas de derecho internacional humanitario no hacen distinciones respecto de la protección que brindan, resulta cierto que las mujeres afrontan mayores riesgos en medio de estas graves situaciones de violencia.

Existen varios actos de los que las mujeres pueden ser víctimas durante este tipo de eventos: reclutamiento y desplazamiento forzado, asesinatos y masacres, secuestros, entre otros. Pero, sin duda, el mayor peligro que ellas corren en contextos de conflictos armados es la comisión de actos de violencia sexual en su contra. La ocurrencia de estas acciones, en la mayor parte de casos, obedece a una lógica de deshumanización de combatientes y población civil, en la que estas manifestaciones son parte de una táctica de guerra destinada a disminuir la dignidad humana. Más aún cuando estos actos, cuya denuncia sigue siendo reducida en contextos de paz, son cometidos dentro de situaciones de violencia extrema, donde la posibilidad de sufrir represalias por acusar estos hechos puede ser mayor.

Nuestro país no ha sido ajeno a este drama. La Comisión de la Verdad y Reconciliación consiguió documentar 538 casos de violación sexual. El 83% fueron cometidos contra mujeres que, en su mayoría, eran pobres, quechuahablantes y dedicadas a las labores agrícolas. Es decir, las víctimas eran personas en vulnerabilidad preexistente que, tradicionalmente, en nuestro país, han sido excluidas del ejercicio de los derechos básicos y que corrían el riesgo de ser estigmatizadas por su comunidad. Signo de que esta discriminación continúa es que, al momento de redactar este artículo, no se ha emitido ninguna sentencia condenatoria por actos de violación sexual en el contexto del conflicto armado interno. Peor aún, la Ley del Plan Integral de Reparaciones no contempla, dentro de sus beneficiarios, a las víctimas de violencia sexual distintas a la violación.

Asimismo, las mujeres pueden ser utilizadas como «escudos humanos» son desplazadas de sus lugares de origen, son reclutadas forzadamente para incorporarse a las filas de grupos armados o secuestradas para ser convertidas a una determinada creencia religiosa y resultan ser particularmente vulnerables ante situaciones de separación de sus familias.

Pero también resulta importante destacar que la mujer no es solo víctima, sino que cumple un papel como sujeto de resistencia en medio de contextos de alto grado de violencia. Son ellas quienes logran sostener, emocional y económicamente, sus hogares frente a la ausencia de un padre o un esposo que es asesinado o desaparecido en medio de un conflicto. Encabezan las demandas por verdad, justicia y reparaciones, como lo hemos visto en nuestro país con la importante labor cumplida por asociaciones de víctimas, como ANFASEP, o la lucha por el reconocimiento de derechos por parte de viudas de militares y policías que murieron por pacificar nuestra patria. Las mujeres son las mejores defensoras de otras mujeres, por los que son importantes agentes de cambio y protección de derechos humanos en sus países. Es importante poner sobre la agenda pública estos roles, que debemos entender en toda su complejidad.