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Opinión 9 de diciembre de 2013

La globalización alcanza inevitablemente a todos los pueblos del mundo. Sabemos, sin embargo, que aunque todos nos hallamos involucrados en este proceso mundial, no todos los pueblos son afectados ni beneficiados de la misma manera. Es facultad de cada pueblo examinar sus vínculos con ella para asegurarse de que la ineludible experiencia de la inserción global sea, efectivamente, un puente hacia una vida mejor. Se hace necesario pensar en estas redes mundiales en una perspectiva más humana y desde las experiencias regionales. Las redes globales no se tejen ni se tienden sobre un mundo homogéneo sino en una diversidad de países con muy diferentes grados de modernización. Es decir, en comunidades con muy desiguales recursos económicos y tecnológicos y, al mismo tiempo, con diferentes grados de desarrollo de sus sistemas productivos y de sus regímenes políticos institucionales.

Así, si la globalización llega hasta las zonas más recónditas del planeta, cubriendo el mundo entero con redes muchas veces anónimas e invisibles, su impacto sobre ellas es distinto, precisamente por esos desiguales grados de modernización. Y esas diferencias de impacto superan en muchos casos la simple gradación de matices para convertirse en una distinción sustantiva, aquella que separa a los países que se benefician de la globalización de los países que, hecho el balance, resultan perjudicados por ella. El grado de modernización de un pueblo es un elemento crucial para considerar la posibilidad de una inserción global exitosa o, por el contrario, nociva.  Este es un punto crucial para evaluar el impacto de la globalización en Latinoamérica.

Es preciso señalar que el proceso de globalización permanece inconcluso en tanto restringe su acción y sentido al horizonte de mundialización de las redes económicas y tecnológicas, y no ha logrado todavía afianzarse en el terreno propio de la justicia legal. Aspiramos a construir juntos una cultura de los derechos humanos, que establezca leyes e instituciones que nos permitan proteger a todas las personas en su vida, dignidad y libertad, más allá de las diferencias étnicas, culturales, sexuales o socioeconómicas. Necesitamos implementar un sistema internacional de justicia que haga posible asignar responsabilidades entre quienes perpetren, desde posiciones de poder, delitos contra la humanidad. Del mismo modo, requerimos un sistema normativo global que promueva una relación más equilibrada con el mundo natural, y que regule un manejo responsable de los recursos naturales en beneficio de todos, particularmente de las personas que pertenecen a las zonas más vulnerables de la tierra. La promesa de una globalización efectiva del orden normativo en materia de derechos humanos y de compromiso con la naturaleza no es ajena al espíritu universalista que late al interior del proyecto globalizador de llevar más allá de las fronteras nacionales la preocupación por el ejercicio de las libertades económicas y el desarrollo de la ciencia y la tecnología.