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Opinión 5 de mayo de 2014

Este fenómeno emergido en el dominio de la educación superior se corresponde con una tendencia cultura más abarcadora: el reemplazo del ciudadano por el consumidor-productor. El lugar de una persona se entiende a partir de estas coordenadas tales como su capacidad de producción y sus hábitos de consumo. No es difícil advertir las enormes limitaciones que tal visión impone a la existencia, a la capacidad de imaginar qué vida consideramos digna para nosotros y nuestra progenie y qué sociedad consideramos justa. La misma relación cotidiana con los otros se encuentra cada vez más mediada por esa relación mercantil que nos convierte a unos y otros en medios para alcanzar nuestras finalidades egoístas.

Junto a ese declive del saber que se hallaba en el núcleo del valor humanístico y que le confería sentido a la actividad académica, se encuentra la crisis del concepto de bien público, sustituido igualmente ahora por competitividad, efectividad, por abundancia de resultados, por superávit de recursos. No es de extrañar entonces que la universidad, en buena medida, haya dejado de ser un centro de ebullición de ideas, de rebeldía juvenil, de cuestionamiento, de debate y de búsqueda de la justicia. Se ha convertido en cambio en un lugar de mera instrucción para el hacer, para el aquí y el ahora, en una entidad dedicada principalmente a transmitir el saber que convierte a un individuo en una persona útil. La idea de formar personas en la plenitud de sus facultades, capaces de cuestionar la realidad en la que vive y de transformarla, en suma, la tarea de alcanzar la condición de ser moral ha sido abandonada en este esquema reduccionista.

Y la situación ahora se presenta en actitudes en las que cualquier idea o acción que cuestione esta hiperbólica racionalidad instrumental sea descalificada como anacrónica y estigmatizada como una enemiga de una modernidad que debe marchar en un solo sentido. Corresponde a los órganos de pensamiento, de reflexión y de crítica de una sociedad —es decir, justamente, al ámbito universitario— contrarrestar una tendencia que, como se ha señalado, es, en sus raíces, decididamente deshumanizadora.

La mejor manera de contribuir al presente, y preparar un mejor porvenir es, en efecto, desobedecer a la tendencia homogeneizadora que no hace sino limitar las posibilidades de quienes deben formarse. Las armas para lograrlo se encuentran en el mismo contexto que nos desafía. En efecto, este mundo globalizado nos enfrenta a un enorme reto. Pero es factible pensar que las mismas herramientas que ofrece la globalización le pueden servir a la universidad para revitalizarse y renacer como centro de pensamiento y de guía moral para la sociedad contemporánea. Eso implica no cerrar los ojos a las corrientes mundiales, a la incesante innovación tecnológica, a los imperativos de integración y superación de fronteras e incluso a la poderosa, y potencialmente bienhechora, realidad del mercado mundial. Pero reconocer y dialogar con esas realidades no quiere decir asumir los lugares comunes y las ideologías inerciales que vienen adheridos a ellas. La universidad, como centro de reflexión, puede y debe asumir la realidad contemporánea más apremiante con sentido crítico, para así transformarla y ponerla al servicio de valores superiores.

Y eso implica, entre muchas necesidades, la de restaurar el cultivo y el espíritu de las humanidades en su antigua posición dentro de la universidad. No hay motivos para sostener que la indagación humanista se ha vuelto anacrónica. Es todo lo contrario. La ciencia y la tecnología nos ofrecen un mundo más comunicado, una vida más prolongada y más saludable, un entorno ambiental más ajustado a las necesidades humanas del presente y del futuro. Todo ello es fruto de la era global. Pero tales conquistas no se pueden ni cumplir ni celebrar sin un norte moral, el que solo puede nacer de la reflexión sobre nuestra condición, del examen de los valores que debemos profesar, de la modelación superior de nuestros sueños.