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Opinión 13 de enero de 2018

Continuando con el tema que tratamos hace una semana, nuestra columna hoy –y también en algunas semanas venideras-, la ofreceremos como una invitación para reflexionar sobre un asunto que no se agota en la retórica ni en las simples maniobras políticas. Me refiero a la Reconciliación como elemento indispensable dentro de la vida social y que ahora, sin aclararlo totalmente, el gobierno ha colocado sobre la mesa de discusiones. Como se sabe, se trata de un problema que, obedeciendo a su mandato, trató la Comisión de la Verdad y Reconciliación, hace ya catorce años.

La propuesta de un diálogo al respecto por parte del gobierno es un acto evidentemente insincero, resultante más de un criterio de oportunidad que de una genuina convicción cívica o humanitaria. Como se sabe, el término “reconciliación” ha sido traído a cuento como un ardid para envolver con un ropaje moral la transacción realizada con el fujimorismo: impunidad para Alberto Fujimori a cambio de votos para salvar al presidente de una destitución que parecía inevitable.

Pero ya que esta cuestión ha ingresado en nuestros debates, resulta imprescindible tener alguna claridad sobre lo que ella puede significar siempre que deseemos mantenernos dentro de los límites de la moral y de las convicciones democráticas. La reconciliación no puede ser una suerte de acuerdo o un proyecto de unión de las fuerzas políticas para conseguir un objetivo gruesamente definido como gobernabilidad o crecimiento o desarrollo. Ese puede ser, o no, un objetivo plausible, pero pertenece al orden de la política ordinaria, no al de las tareas ineludibles por cumplir y que se desprendieron del conflicto armado interno. [Tampoco se trata, ciertamente, de un pacto de conveniencias entre sectores del poder político].

La reconciliación tendría que haber sido entendida, en primer lugar, como un acto general de reconocimiento de las víctimas y de los hechos por parte de toda la sociedad, empezando por sus sectores dirigentes o dominantes y, desde luego, por los responsables de los crímenes cometidos. De ese reconocimiento tendrían que haber emergido políticas vigorosas y oportunas para garantizar los derechos de las víctimas a verdad, justicia y reparaciones. Ese no ha sido el caso.

Hablando más ampliamente: la reconciliación debió ser comprendida como un acto de transformación de nuestras instituciones y de nuestra cultura, dirigido a modificar las relaciones entre los peruanos y entre ellos y el Estado. Bien sabemos cómo nuestra sociedad está atravesada por un conjunto de hábitos y orientaciones como el racismo y muchas formas de discriminación que llegan, a veces, a expresarse en recurrentes prácticas autoritarias en la esfera pública. El poco valor que tiene la vida humana en el Perú nos es recordado diariamente por las decenas de muertes evitables que se producen sin motivar mayor conmoción sino apenas una curiosidad. Ello nos obliga a comprender la Reconciliación como un proceso radical de cambio que trasciende largamente a la política, aunque precise de ella. No es un pacto de inamovilidad para facilitar el crecimiento. No es una demanda de silencio a las víctimas para acallar el famoso “ruido político”. La reconciliación, si ella tiene sentido, debiera ser la manifestación de una sociedad en movimiento, una sociedad que por fin comienza a caminar para así mirar de frente sus carencias y defectos asumiendo el compromiso de enmendarlos.