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Opinión 20 de enero de 2014

Sin embargo, en las últimas semanas han recrudecido los intentos de desacreditar esa sentencia ejemplar y al presidente del tribunal que la emitió. El abogado del condenado Alberto Fujimori –profesional que no exhibe precisamente pergaminos de una conducta impecable en el terreno de la ética– ofrece esta vez un argumento que ya conocemos. Señala que el juez San Martín consultó con especialistas extranjeros algunos asuntos de doctrina jurídica relativos a la sentencia condenatoria que finalmente se emitió. En ese intento, los defensores oficiales y oficiosos de Fujimori  se amparan en copias –no se sabe bien cómo fueron obtenidas– de mensajes electrónicos enviados y recibidos por el juez San Martín.

Conviene reiterar al respecto lo que ya ha sido explicado por todo experto imparcial que haya sido consultado sobre el tema. Y es que no existe, en absoluto, ninguna irregularidad en el hecho de que un juez consulte con expertos respecto de materias doctrinales que puedan esclarecer los criterios con los que, más adelante, podrá analizar un determinado caso. Nada de ello implica que el juez en cuestión haya abandonado su autonomía ni que se encuentre influido por terceras partes ajenas al proceso. Por el contrario, tales consultas, tal como han tenido lugar, muestran diligencia y seriedad, intención de sopesar adecuadamente conceptos y hechos para así ilustrar lo que podría decidirse a través de una sentencia de inocultable importancia.

A pesar de ello, los defensores y aliados de Fujimori reiteran que la existencia de tales consultas, lejos de mostrar diligencia para mejor juzgar, es motivo para cuestionar el proceso. Ahora bien,  esto es preocupante y ello no solo por la endeble argumentación esgrimida –lo que nos hace pensar más bien que se pretende hacer uso de triquiñuelas para conseguir fines que no sirven a la justicia– sino también porque la proyectada “revisión” de una fundada sentencia estaría a cargo de algún juez que ya ha mostrado simpatías con el fujimorismo y, por ello, una postura legal que no se ha caracterizado precisamente por su rechazo a graves crímenes contra los derechos humanos.

Por cierto, las circunstancias que aquí se comentan no conforman un episodio aislado sino que se insertan en una deplorable regresión de nuestro Estado en el tema del procesamiento y condena de los delitos de lesa humanidad que debían desarrollarse a partir de pruebas fehacientes acerca de ellos y de sus responsables. Ya desde el año 2007, por lo menos, el sistema judicial peruano ha permitido suponer que existiría en ciertos magistrados una tendencia a garantizar la impunidad de graves violadores de derechos humanos, ello después de unos pocos años en los que pareció que se había asumido un compromiso cívico y moral al respecto.

Debilitar o, peor todavía, revertir una sentencia como la impuesta al violador de derechos humanos y corrupto Alberto Fujimori sería gravísimo para el país; implicaría decir una vez más a la sociedad entera que la ley, los convenios, los derechos, las instituciones y la ética no tienen importancia cuando se trata de satisfacer a los poderosos y de accionar con criterios “políticos” absolutamente repudiables. La justicia peruana tiene la obligación de demostrar que está del lado de la democracia, del Estado de derecho, de la ley y de la ética cívica.