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Opinión 29 de enero de 2016

En el dominio de la actividad estatal eso se expresa como exclusión o, en todo caso, como una suerte de inclusión asimiladora, que exige a los diversos pueblos renunciar a su identidad cultural como condición para acceder a bienes y servicios públicos. Es cierto que en las últimas décadas se han realizado esfuerzos importantes por llevar el enfoque intercultural a la educación y a ciertos servicios estatales. Pero se trata de esfuerzos limitados y que requieren de continuidad, además de planificación adecuada, para echar raíces verdaderamente. Por lo demás, en otros temas, el Estado sigue actuando con una visión monocultural y no son pocas las autoridades, o líderes políticos que se permiten expresarse con desdén, y desconocimiento, sobre los diversos pueblos del país. Ello, como se sabe, es más patente ahí donde están de por medio grandes inversiones económicas. La resistencia a reconocer derechos basados en la identidad cultural se agudiza en esos casos. La renuencia a respetar el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados sobre decisiones públicas que los afectan es la más visible, pero no la única, de esas actitudes.

La actitud estatal tiene su contraparte en amplios sectores de la sociedad, sobre todo la población urbana. Ello es bastante visible entre las clases más acomodadas, cuyo histórico desdén hacia los pueblos nativos e indígenas no se ha mitigado a pesar de la modernización del país. Si acaso, se ha acentuado en la medida en que esa modernización no viene asociada con una conciencia democrática más profunda. Pero, en rigor, esa visión limitada y excluyente del Perú se extiende, en verdad, a las más diversas capas de la población urbana. La forma despectiva y burlona como los programas de televisión más populares tratan a los pueblos indígenas es una señal indirecta, pero elocuente, de ello.

Un país verdaderamente democrático tendría que empeñarse seriamente en transformar esas imágenes marginadoras, subordinantes y despectivas hacia lo “otro” con las cuales se educan la gran mayoría de peruanos urbanos. No se trata solamente de poner en marcha servicios públicos de signo intercultural, aunque ello es indispensable. Se requiere, sobre todo, propiciar un cambio cultural mediante el cual asimilemos la idea de la igualdad en la diversidad. Eso implica, en un plano más íntimo y personal, pero de resonancias públicas, que aprendamos a mirarnos con respeto y con aprecio. Hay que reconocer que el racismo, pues de eso se trata, sigue siendo una de las mayores limitaciones de nuestro proyecto democrático.

En el dominio público esto va más allá, ciertamente, de nociones apreciables como las de la tolerancia y la inclusión. Un horizonte de verdadera diversidad cultural es aquel en el cual no se exige a nadie que deje de ser quien es, o que abandone las creencias que constituyen su mundo cultural, para acceder a bienes, servicios, garantías y protecciones públicas que corresponden a todos por el solo y simple hecho de ser peruanos. Hacerlo es una obligación fundamental y primera de un gobierno que desee legítimamente llamarse democrático.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República