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Opinión 19 de febrero de 2013

Tal noticia, más allá de la conmoción  que entraña, de los comentarios  que suscita sobre el pontificado que acaba y de  las suposiciones sobre el futuro Papa, nos invita a repensar el rol de los católicos y de la Iglesia dentro del mundo.

Hace  ya  buen tiempo que un sector  de la comunidad teológica considera que el discurso y la práctica de la religión están principalmente  vinculados al ejercicio del culto y a la edificación espiritual y, de algún modo, divorcia  la experiencia  religiosa  de la vida corriente de las personas y las sociedades;  asunto este que se situaría más bien en el terreno de un código moral respaldado,  fundamentalmente,  en el principio de autoridad.  La senda de las teologías y filosofías “inductivas” que se nutren de la experiencia de comunidades históricas puntuales, como la de nuestros países latinoamericanos, suele entonces  aparecer  sospechosa de “sociologismo” o de manifestar una excesiva preocupación por el cuidado de lo mundano, corriendo  entonces el riesgo de encerrarse en la “inmanencia”.

No obstante, la preocupación por la justicia constituye uno de los temas centrales presentes en el Antiguo Testamento –una cuestión que impulsa el actuar de reyes, jueces y profetas– y un motivo fundamental en la prédica y el obrar de Jesús en los Evangelios. 

Ese es, justamente, el sentido que  reviste la encarnación del mismo  Dios: principio rector del Cristianismo.  El Espíritu ingresa en la historia, toma contacto con las formaciones sociales, se hace mundo. Dios se hace hombre porque quiere que la vida  humana  sea plena y justa. Mientras algunos plantean cómo salir del horizonte de la temporalidad finita para acceder a la eternidad:  “abandonar el mundo”, sus afanes, intereses y conflictos, el auténtico cristianismo nos propone más bien una manera de descubrir la Trascendencia  estando  en el mundo, cultivando el ágape y el compromiso con la dignidad de los demás, al reconocer, a través de ellos,  a un Dios que quiere misericordia y no sacrificios, que desea diálogo y acercamiento amoroso, no ciega y muda obediencia. 

En efecto, el trabajo de la espiritualidad judeo-cristiana plantea de modo necesario el diálogo crítico de cada persona con la historia y con  el mundo social y político.  Se trata así  de asumir el compromiso de identificar, denunciar y superar, conjuntamente con los otros hombres –nuestros hermanos– las contradicciones e inequidades de este mundo; de anunciar el juicio de Dios en torno a la injusticia que nos rodea; de cuestionar la concentración indebida del poder en manos de quienes  debiendo  servir buscan, más bien, ser servidos  y de exigir a la comunidad hacer Memoria  de modo que no se olvide la Alianza que Dios ha celebrado con su  pueblo.

En síntesis  se nos invita a hacer una experiencia viva de la fe, la cual, como señalaba San Pablo,  es hueca sino se ve acompañada del amor, un amor,  que redime, que me hacer reconocer  y respetar al otro asumiendo responsabilidad por él. 

Con su renuncia, Benedicto XVI nos señala también una tarea: construir una Iglesia comprometida, solidaria, centrada  en la enseñanza esencial de Cristo que  halla su más intensa y preciosa expresión en una sola  palabra: Caridad. 

La República