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Opinión 5 de febrero de 2015

Luego de un interesante debate y a pesar de la existencia de un texto de observación jurídicamente impecable, la Comisión Permanente del Congreso aprobó la modificación del art. 57 del Código Penal, el mismo que ahora indica:

El juez puede suspender la ejecución de la pena siempre que se reúnan los requisitos siguientes

1. Que la condena se refiera a pena privativa de libertad de mayor de cuatro años

2. Que la naturaleza, modalidad del hecho punible, comportamiento procesal y la personalidad del agente, permitan inferir al juez que aquel no volverá a cometer nuevo delito. El pronóstico favorable sobre la conducta futura del condenado que formula la autoridad judicial requiere de debida motivación;

3. Que el agente no tenga la condición de reincidente o habitual.

El plazo de suspensión es de uno a tres años.

La suspensión de la ejecución de la pena es inaplicable a los funcionarios o servidores condenados por cualquiera de los delitos dolosos previstos en los artículos 384 (colusión), 387 (peculado) y 388 (peculado de uso).     

La justificación de una medida legislativa de este tipo se basa principalmente en la sensación de impunidad que genera en la ciudadanía cuando se aprecia cómo un sentenciado por un delito de corrupción no termina internado en un establecimiento penitenciario.

Bien visto, este tipo de justificación no radica en la necesidad justa de que se imponga una sanción a quien realizó una conducta de corrupción pues, cuando el juez suspende una pena, previamente existe una sentencia que declara culpable del delito al procesado, con la correspondiente obligación de reparación civil. Dicho de otro modo, aun cuando se suspenda la ejecución de la pena en un centro de reclusión, no estamos hablando aquí de inocentes, sino de personas corruptas declaradas judicialmente.

Entonces, en un caso concreto de suspensión de la pena, no podemos afirmar que exista impunidad, entendida como la falta de castigo sobre los responsables. Lo que sucede es que la cárcel es vista como el lugar donde se purgan los pecados más atroces, pues es un lugar terrible, y allí es a donde deben ir a parar los corruptos. Si eso no sucede, realmente no hay castigo. Sin embargo, esta concepción de “justicia”, que no necesariamente es correcta (existen cárceles “de oro” y también existen personas que no viven ningún infierno en la cárcel, pues cuentan con el dinero suficiente para casi replicar su modo de vida fuera de la misma), dista mucho de la visión jurídica respecto de la aplicación de penas que impera en un Estado de derecho, por las siguientes razones:

  • Una de las grandes conquistas liberales es la independencia de poderes estatales. Una medida que prohíba o limite la capacidad de discrecionalidad o de interpretación en el juez es tanto como retroceder más de 220 años en la evolución del Estado y revivir la idea de que el juez es solo “boca de la ley”.
  • La corrupción es, probablemente, el peor de los fenómenos sociales que ocasiona atraso e injusticia. Sin embargo, las medidas político-criminales de prevención y sanción no deben entenderse como “instrumentos para dañar al enemigo”. Por el contrario, la idea es legislar dentro de los parámetros de proporcionalidad de la sanción e igualdad respecto de quienes soportarán esas sanciones.

Como puede verse, la medida está pensada para comportamientos cuyo desvalor social, impuesto en una sentencia, es mínimo (no mayor de 4 años). Y si el legislador excluye de dicha medida a ciertos delitos de corrupción, implícitamente también acepta que se trata de supuestos no tan graves, pues en principio se les debería aplicar la suspensión. Por tanto, se sanciona radicalmente un hecho que no es tan grave, mientras que otros hechos de igual naturaleza sí «gozan» de esta prerrogativa.

  • La supuesta sensación de impunidad olvida que el juez penal está obligado a sustentar su decisión y cerciorarse que quien no irá a la cárcel no solo merece estar libre, sino que no volverá a cometer el mismo delito. Es decir, no se trata de una medida aplicada automáticamente para liberar a quien incurrió en un delito contra la administración pública. Se trata de un excelente entendimiento de los fines de la pena en un Estado de derecho. La individualización de la pena y la forma de su ejecución es el momento donde el Derecho penal realmente interactúa con el destinatario de su norma y con su realidad social; donde modula la respuesta penal no en base a parámetros objetivos y generalizados, sino en base a datos personales y concretos. Y es que lamentablemente pocos recordamos que una cosa es el merecimiento de pena (desvalor global que sustenta la prohibición y punición de conductas) y otra la necesidad de pena, valoración individual del merecimiento.

De esta manera, el juez penal tendrá que analizar la naturaleza, modalidad del hecho punible, comportamiento procesal y la personalidad del agente, y además, exigir que el sujeto no haya cometido delito alguno en el pasado. Parece razonable pensar que si se cumplen todos estos criterios a la vez podamos prever la posibilidad de ejecutar una sanción con el menor grado de lesión sobre la libertad del sujeto.

Y para cerrar este punto, la suspensión de la pena no califica como un beneficio procesal o de ejecución penal, responde a una valoración político criminal que se sostiene en criterios materiales de fines de la pena y responsabilidad penal. No es algo que se pueda poner o quitar.

  • Un argumento adicional de orden técnico en contra de la modificación que aquí se comenta es la sobrepoblación de nuestras cárceles y el poco o nulo tratamiento penitenciario que se logra en menos de 4 años. Es decir, quien ingresa corrupto, probablemente saldrá sin ninguna motivación que lo haga desistir del crimen en el futuro.

Finalmente, quienes piensan que la cárcel es una especie de escarmiento necesario para los corruptos, no deben olvidar que se trata de una reclusión de tan solo 3 años y un poco más. Si la voluntad política es responder firmemente ante la impunidad por los actos de corrupción, los convencidos de los beneficios de la cárcel deberían explorar nuevas vías más ajustadas a derecho. Por ejemplo, los artículos 61.4 y 69.2.4 de la Nueva Ley Universitaria de junio del año pasado prohíben la postulación al cargo de rector o decano (respectivamente) cuando el aspirante haya sido “condenado por delito doloso con sentencia de autoridad de cosa juzgada”. Esto en derecho penal se llama inhabilitación permanente y podría ser un buen escarmiento para quienes realicen una conducta de corrupción, solo que en vez de prohibirles ser decanos o rectores se les prohibiría ser funcionarios o postular a cargos públicos.

Escribe: Erick Guimaray, coordinador del Proyecto Anticorrupción del IDEHPUCP