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Opinión 22 de septiembre de 2017

El Perú se encuentra entre los países más atrasados de la región en lo que se refiere al reconocimiento y el respeto de los derechos de diversos tipos de población: mujeres, población LGBTI, pueblos indígenas, son algunas de esas categorías de ciudadanos que reciben de sus autoridades un cotidiano desdén y del Estado una pertinaz marginación.

Ese retraso no se limita a un marco legislativo e institucional cerrado al reconocimiento y protección de tales derechos. Lo cierto es que el hábito de la exclusión y de la marginación, e incluso la insensibilidad más aguda frente a valores democráticos básicos, se encuentran diseminados en el discurso público, son parte de una suerte de retórica oficial. Y ahí es donde se evidencia de la manera más grave nuestro déficit democrático: es un déficit cultural.

Hace unos años, por ejemplo, un congresista oficialista –durante el gobierno de Ollanta Humala– sustentó su voto en contra de los derechos de la población LGBTI citando aprobatoriamente las políticas de exterminio de Hitler. Salvo algún comentario crítico de alguna autoridad, esa expresión antihumanitaria no trajo mayor reprobación moral ni sanción reglamentaria ni censura política para un apologeta del genocidio. Años antes, un viejo personaje de la política nacional, alguien que ha sido ministro de Estado, representante del Perú en la OEA y candidato presidencial, se permitió calificar a la población de los andes como “llamas y alpacas”. Eso no le ha impedido seguir siendo considerado un político como cualquier otro y, de hecho, alguien a quien el periodismo recurre para pedir su opinión sobre asuntos nacionales de trascendencia.

Los citados son solamente dos ejemplos, entre varios más posibles, de lo que podría describirse como una retórica del desprecio. Se trata de un discurso obsceno que sería recibido con escándalo en cualquier entorno democrático, pero que entre nosotros circula como parte de las “opiniones” que todo el mundo puede proferir sin censura social. Y ello, se podría decir, subyace de algún modo a la debilidad de los esfuerzos por avanzar en políticas y normas de reconocimiento. La escena pública peruana vive todavía atrapada en una maraña de prejuicios y de deliberada ignorancia; la postura política basada en un conocimiento genuino de los hechos y organizada de acuerdo con principios morales elementales es, en el Perú, casi una extravagancia, o una práctica que la mayoría ve como una desventaja o como un estorbo para el corriente desenvolvimiento de nuestros debates.

Es una realidad sumamente grave, y corresponde a quienes están en posición de autoridad pública trabajar por contrarrestar esa tendencia incivil. Por ello, es que al mirar los cambios en el gobierno tras la reciente crisis, es desalentador ver con qué facilidad se cede a las imposiciones de quienes preconizan la intolerancia y la ignorancia como eje de nuestros asuntos públicos. Necesitamos algo distinto: necesitamos defender con las leyes, con las instituciones, pero también con nuestras palabras la ampliación del reconocimiento social. Resignarse a la retórica de la exclusión es resignarse a una democracia siempre trunca.