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Opinión 5 de diciembre de 2014

Se trata de un tema crucial y que demanda atención y acción urgentes, pues lo que está en juego es nada menos que la capacidad de supervivencia y el bienestar básico de millones de personas en un futuro indeterminado, pero no lejano, así como de las generaciones futuras. Es, pues, ante todo, un problema profundamente ético que no podemos pasar por alto.

Entre las diversas formas de aproximarse a esta cuestión resulta especialmente importante, desde la dimensión filosófica, aquella que gira alrededor del principio de responsabilidad. Adaptación o desarrollo de la ética universalista heredada de Immanuel Kant, el principio de responsabilidad, formulado por el filósofo Hans Jonas, se expresa así: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”.

Nuestra responsabilidad como sujetos pensantes y sensibles es hacia la naturaleza que nos cobija, que es nuestro medio de vida. Para comprender esa responsabilidad, y, por tanto, ese compromiso, hace falta poner en cuestión el acercamiento puramente utilitario, dominador y manipulador que, como seres humanos, desarrollamos frente a los objetos y seres que nos rodean. Este es un tópico esencial de la filosofía contemporánea, el de la necesaria superación de nuestra mirada exclusivamente “objetivamente” del mundo, de nuestra tendencia a tratar a todo lo que nos rodea como “cosas” dispuestas para nuestro servicio, para nuestro uso y para ser gastadas y descartadas.

Pero, de otro lado, esa responsabilidad ante el medio ambiente es también, de manera inherente e inmediata, una responsabilidad hacia y entre los seres humanos con quienes compartimos el planeta. No somos poseedores ni usufructuarios exclusivos de la naturaleza, sino que convivimos en ella con personas, grupos, pueblos que también necesitan de ella. Más aún, con grupos y pueblos que pueden tener o de hecho tienen una valoración distinta, una conexión más íntima con la naturaleza que la que tenemos los habitantes de las urbes modernas.

Yendo inclusive unos pasos más allá, y esto puede ser un aspecto fundamental de nuestra comprensión de la responsabilidad, nosotros habitamos y hacemos “uso” de una naturaleza que después será heredada por otros, por seres vivos que todavía no existen, pero que existirán. Ellos, que todavía no están presentes, que no pueden hacer sentir su voz ahora, tienen derecho a un espacio donde puedan llevar adelante vidas dignas y satisfactorias. Nosotros, que tenemos la capacidad de decidir hoy, llevamos, así, una especial responsabilidad, la de tomar resoluciones sobre un futuro que, por definición, no existe todavía pero que, también por definición, llegará a ser presente.

No es tarea sencilla hacer comprender la densidad y peso de tales compromisos. Vivimos en una cultura que privilegia la satisfacción inmediata y que tiende a borrar nuestros deberes cuando ellos no se expresan de manera inmediata y coercitiva. Por ello, la defensa de nuestro entorno natural solo puede ser resultado de una transformación cultural, de una educación en valores, de una nueva imaginación moral que debemos cultivar desde ya.