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Opinión 11 de junio de 2013

Escribe: Félix Reátegui Carrillo

Lo primero que se debe señalar al respecto es que la denegación de la gracia presidencial a Alberto Fujimori no contraviene en absoluto el principio humanitario. El indulto humanitario es aplicable en circunstancias muy específicas –fundamentalmente, la existencia de una enfermedad terminal y el riesgo inminente de muerte—que no han estado nunca presentes en este caso.  Por lo tanto, el presidente de la República no tenía otra opción razonable y respetuosa del espíritu de la ley que negar el indulto.

Eso es todo lo que, en sentido estricto, ha estado en cuestión aquí. Pero hay otras aristas complementarias, y de enorme importancia, que vale la pena resaltar.

Una de ellas es que esta decisión se aparta saludablemente de aplicaciones arbitrarias y dudosas, cuando no sospechosas, de la gracia presidencial en el pasado reciente. El estado de derecho y la institucionalidad democrática se ven afectados cuando las propias autoridades del Estado aceptan, toleran o promueven la burla de las leyes. El reciente espectáculo de indultados por humanitarismo que, al poco tiempo, se exhiben gozando de buena salud ha sido no solo vergonzoso sino también corrosivo para nuestra cultura democrática.

La segunda e importante cuestión es que el otorgamiento de indulto humanitario sin que el estado de salud de Alberto Fujimori lo justificara hubiera significado una falta de respeto a las víctimas de los crímenes por los que cumple condena. Hablamos de graves delitos contra los derechos humanos cometidos en los casos conocidos como “Barrios Altos” y “La Cantuta”. Ya desde hace unas décadas el mundo ha aprendido que detrás de todo crimen no solo hay un perpetrador y un Estado que castiga o que perdona; también, y sobre todo, hay víctimas y familiares de víctimas. Esas víctimas tienen derechos específicos a la verdad, a la justicia y a recibir reparaciones. En los hechos, la denegación de un indulto que no tenía fundamentos constituye una suerte de afirmación moral de esos derechos. El balance, sin embargo, más allá de este caso específico, es menos positivo. Ya desde hace años los tribunales de justicia vienen experimentando una involución respecto de su deber de procesar y sancionar las graves violaciones de derechos humanos cometidas en el periodo 1980-2000. El caso Fujimori es positivo en sí mismo; hace falta que sea, también, ejemplar. El Perú está lejos aún de afirmarse como una sociedad donde se respeta la legalidad internacional en materia de derechos humanos.

La denegación de la gracia del indulto debe ser vista, más allá del caso en concreto, como una oportunidad para afirmar los compromisos del Estado y del gobierno con el orden legal democrático. Pero, desde luego, las resonancias de este desenlace trascienden el ámbito de lo jurídico para alcanzar una dimensión político-moral. El Perú necesita dejar atrás el uso cínico de las reglas de juego institucionales, afirmar su creencia en el valor del derecho, rechazar el ejercicio de la política como un menudo regateo entre los actores con poder de decisión y proclamar con acciones efectivas su respeto a los derechos de todos sus ciudadanos. Un solo caso, como el que se comenta, está muy lejos de ser un avance efectivo en esa dirección. Pero alienta pensar que hoy es algo más difícil que hace algunos años tomar decisiones de Estado pensando solamente en el interés de quienes tienen poder, influencia o notoriedad.