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Opinión 22 de agosto de 2017

La autora de La verdad de una mentira, María Cecilia Villegas, ha respondido a la crítica que hice sobre ese libro. Ella sostiene su derecho a publicar, presentándolo como trabajo académico, un texto que niega el carácter criminal de la política de esterilización de Fujimori, pero cuyas omisiones y distorsiones han sido demostradas por diversos estudiosos del tema. Ese derecho le asiste, ciertamente, en una sociedad donde se respeten plenamente las libertades. Pero aquello que es legalmente incuestionable a veces no es éticamente sostenible, y esa es la situación de ese trabajo suyo.

No abundaré en la enumeración de cifras que demuestran el carácter falaz de las tesis de La verdad de una mentira. Baste decir lo siguiente: cuando se tiene más de 2 mil denuncias de esterilización forzada, más de 5 mil testimonios sobre el mismo abuso y más de diez mil declaraciones referidas a ese y otros abusos dentro del programa referido, hablar de casos aislados o pretender que todo ello ocurrió sin el conocimiento y sin la responsabilidad de las autoridades políticas, es simplemente desfigurar la realidad. Y el procedimiento de mencionar otros cientos de miles de casos en los que el abuso no ocurrió –en realidad, no lo sabemos, pues, precisamente, la acción furtiva es un atributo de las autocracias—es obviamente una maniobra de ocultamiento. También lo es, desde luego, trivializar el crimen alegando que las fiscalías no reconocen que hubo coacción. Para la justicia peruana, al menos hasta ahora, no constituye coacción el que miles de mujeres andinas hayan sufrido amenazas, recibido promesas de ayuda económica, sido mal informadas, que hayan sido intervenidas sin ser preguntadas o que se las haya presionado a través de sus esposos. Quien sepa de esa realidad y esté interesada en la justicia de este caso, no puede negar el proceder criminal de esta operación.

Y esto lleva a un asunto medular y, por cierto, íntimamente vinculado con el problema ético que planteo. Y es que, si la autora de La verdad de una mentira no acierta a sopesar esas circunstancias y su naturaleza criminal, ello es reflejo de un fallo mayúsculo de su texto, que es un fallo tanto científico como moral: la estruendosa ausencia de la palabra de las víctimas. ¿Es ético escribir y publicar un libro que niega el carácter criminal de una política sin haber dedicado tiempo a hablar con las víctimas? ¿Es académicamente serio decir que una política no es criminal porque en su manual de operaciones no se dice “cometan crímenes” y sin escuchar a quienes sufrieron en sus cuerpos esos crímenes masivos?

La supresión de las voces de las víctimas simboliza ese espíritu de negación que, por cierto, trasciende a este caso. Dar crédito a la fría voz de la autoridad burocrática; silenciar a quienes sufrieron el atropello: tales son las marcas de una cultura autoritaria, que es lo contrario del espíritu científico y de la búsqueda ética de la verdad.