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Opinión 12 de noviembre de 2018

La victoria de un extremista de derechas en el mayor país de la región se suma a otros casos registrados en Europa y en los Estados Unidos. De allí que consideremos pertinente reflexionar sobre el camino que nos conduce a a una situación muy preocupante.

Recordemos como desde los años 90, hacia el final de la guerra fría, las sociedades modernas giraron hacia modelos de economías abiertas que definieron el escenario de la luego llamada “globalización”. Esta prometía la apertura de las fronteras entre los países y el comercio sin restricciones. El triunfo de este modelo fue visto, incluso, como “el fin de la historia”, según la exitosa fórmula acuñada por Francis Fukuyama.

En verdad se trató de un proceso tortuoso, con muchos avances en ciertos aspectos pero que no llevaba consigo una identidad realmente comunitaria. El liberalismo se afincaba en su gran capacidad para lograr el crecimiento de los países pero, sin embargo, el desarrollo social y humano no se ofreció con la misma velocidad. Ciertamente la mayoría de países redujeron sus índices de pobreza, pero al mismo tiempo, registraron un incremento de la desigualdad.

De otra parte, la promesa de naciones abiertas paulatinamente se ha convertido en un peligroso terreno que ha dejado muchas heridas, las que ahora se hallan recrudecidas por la demagogia nacionalista. Esto no había sido previsto por ningún analista, pues se daba por sentado que los totalitarismos y los nacionalismos habían quedado enterrados gracias a los intereses del capitalismo global.

Empero, los grupos fascistas han vuelto a aparecer en Europa, promoviendo el odio al migrante y la sensación de incertidumbre e inseguridad. Yendo a nuestro propio continente advertimos que los resultados de las elecciones ocurridas en el Brasil, que dieron por vencedor a un populista que desconoce abiertamente los derechos de las poblaciones indígenas, y que hace apología de la dictadura, del asesinato y la tortura, es también una de las varias señales que se producen en el mundo y que muestran un preocupante retroceso.

Se observa además que, lamentablemente, la población, incluso la de los sectores más pobres y vulnerables, prefiere gobiernos de mano dura que las proteja de la inseguridad. Aquellos que más sufren de violencia diaria exigen, paradójicamente, más poderes a la policía para ejecutar sin juicio a presuntos delincuentes.

Una posible razón de este giro hacia los extremismos de derecha puede hallarse en la incapacidad de estas sociedades liberales de generar ciudadanía, y así construir entornos comunitarios que les den sentido a las vidas de la población. En algunos casos, la anomia, facilitada por la corrupción y en otros la ausencia de un sentido comunitario en un entorno de prosperidad, puede estar debilitando los instintos gregarios de las personas y potenciando el carácter violento dentro del campo social.

Frente a todo esto desde la Academia nos preguntamos: ¿No serán estos fenómenos el resultado de una educación limitada en la que el conocimiento se ha degradado en simple mercancía?